El pasado marzo, la Organización de Naciones Unidas, la Comisión Económica para América Latina y el Caribe, el Banco de Desarrollo de América Latina –CAF–, y la Organización para el Desarrollo y la Cooperación Económicos –OCDE–, pusieron en circulación un material que podría ser crucial para el futuro de la región: Perspectivas económicas de América Latina. Desarrollo en transición.

Una de las premisas del documento tiene el mayor interés porque pone bajo juicio la mentalidad dineraria de ciertas políticas gubernamentales: esa que supone que mayores ingresos significan siempre beneficios para la sociedad. La revisión de distintas tendencias e indicadores lo desmiente. A menudo, ni son el factor suficiente para cumplir con los programas de desarrollo de los países, ni tampoco los acercan a las metas de los Objetivos del Desarrollo de la Agenda 2030.

La tesis principal del documento sostiene que, para lograr un avance real hacia un desarrollo inclusivo y sostenible, es necesario implantar una nueva estrategia, que se propone con el nombre de Desarrollo en Transición. Muchos se preguntarán por qué habría que definir una nueva estrategia. Una respuesta general e ineludible es que el mundo está viviendo cambios sustantivos derivados de la revolución digital. Ese solo paradigma obliga, a todos los países, sin excepción, a preguntarse por su preparación para los cambios en curso. Naciones de altos o bajos ingresos, sean grandes o pequeñas, donde quiera que se encuentren, ya están siendo impactadas por la era de Internet y la inteligencia artificial. La revolución digital impone interrogantes al modelo de desarrollo, a los entes productivos, educativos, a la gestión gubernamental, a las operaciones de los servicios públicos, a los mercados de trabajo, a la circulación del conocimiento, a las relaciones de la autoridad con los ciudadanos. Dicho de forma sumaria: todo lo alcanza, no deja nada intacto.

De forma más específica hay que añadir que se necesita una nueva estrategia –y aquí sigo los tres enunciados del documento–, porque al aumentar los ingresos aparecen nuevos problemas, nuevas preguntas, “nuevos retos de desarrollo”. Ya hemos visto cómo –y Venezuela es ahora el caso más emblemático de todos– en países que han tenido períodos de ingresos extraordinarios, al cabo de pocos años, se sumergen en situaciones de expansión y profundización de la pobreza, a niveles que eran inimaginables durante la bonanza. “El avance hacia niveles más altos de ingresos de los países de ALC crea nuevos retos de desarrollo –las ‘nuevas’ trampas del desarrollo–”.

El segundo argumento está relacionado con un debate que está ocurriendo en todo el planeta: la limitada capacidad del indicador producto interno bruto como factor determinante del bienestar de personas y familias. El PIB no es un dato que permita medir si los ingresos o la riqueza de un país se proyectan hacia la vida real de las familias. “Esto sugiere la necesidad de contar con una estrategia multidimensional de desarrollo”.

El tercer elemento ya lo he sugerido, de algún modo, más arriba: la creciente complejidad del contexto global. Se está produciendo una rápida obsolescencia en ciertos modos de analizar la realidad y de actuar frente a ella. “Las políticas públicas tradicionales resultan insuficientes ante el surgimiento de nuevas megatendencias y nuevos actores en el escenario mundial”. Los tres anteriores, así como muchos otros factores que podrían sumarse al análisis –como, por ejemplo, los procesos migratorios o el papel que la corrupción y las industrias ilícitas tienen en la economía de los países– demandan cambios de paradigmas, tanto a la hora diagnosticar como en lo relativo a la definición de políticas públicas y proyectos gubernamentales.

La estrategia Desarrollo en Transición sugiere dos focos o líneas gruesas de acción que, según lo entiendo, se refieren al conjunto de acciones estratégicas para afrontar los nuevos tiempos. La primera de ellas se sintetiza en la fórmula “Mejorar las capacidades nacionales”. ¿A qué capacidades se refiere? A la calidad de las políticas públicas y, asociado a esto, a la de lograr un mejor financiamiento, proveniente de recursos públicos y privados. La experiencia comparada de la gestión de países distintos es aleccionadora. Hay países que con recursos financieros muy limitados logran concretar proyectos que benefician a las comunidades, y hay países que, con presupuestos más abultados y laxos, no alcanzan a culminar nada, como es el caso de Venezuela, cuya administración pública ha sido carcomida por la corrupción, a un nivel tan extremo que, según analistas expertos, esta no tendría antecedentes ni comparación alguna en la historia de América Latina.

Mejorar las capacidades nacionales exige planificar mejor, crear los controles necesarios que garanticen el buen uso de los dineros públicos, lograr que la ejecución de los proyectos se realice bajo los mejores estándares técnicos y profesionales. Este enunciado es, cuando menos, problemático en muchos de los países de América Latina y el Caribe, donde hay gobiernos más preocupados por las lealtades políticas que por la calidad de sus profesionales. La otra cuestión clave es cómo avanzar hacia una planificación de las obras públicas que no esté sometida a los intereses electorales, que jerarquiza inversiones en el corto plazo, en desmedro de las obras de largo aliento, especialmente las que deberían realizarse en infraestructura, servicios públicos –salud y educación, principalmente– y las que demanda el impulso a la producción y a la productividad.

Todo lo anterior nos remite a dos cuestiones a las que me referiré muy brevemente. Una: la planificación de las políticas públicas no debería continuar siendo, en este siglo XXI digital, un proceso ajeno a la participación de los ciudadanos. Las organizaciones de la sociedad civil, las comunidades, las ONG y los gremios profesionales deben adquirir un papel protagónico en esta cuestión. Existen numerosos ejemplos, especialmente en la gestión de las ciudades, que muestran que esto es posible y beneficioso. Otra: en la medida en que la planificación responda a criterios de eficacia, austeridad, control ciudadano y transparencia, las fuentes de financiamiento serán más fluidas. No me refiero solo a los presupuestos públicos sino también a la inversión de los privados: mientras mayores sean los estándares de la gestión, mayor será la probabilidad de conseguir mejores financiamientos, es decir, financiamientos destinados a “políticas públicas estructurales”, que promuevan la agenda de desarrollo sostenible.

Hasta aquí me he referido a la plataforma, a la institucionalidad y a las condiciones básicas necesarias para encarar lo que el documento llama “trampas”. La palabra se refiere a los cuatro desafíos fundamentales que, de acuerdo con la visión de Desarrollo en Transición, deberían asumir los gobiernos y el conjunto de la sociedad en nuestros países. A continuación, me referiré a cada una de ellas.

La primera de las trampas es la de la productividad. La misma no se refiere solamente al problema crónico de las economías de América Latina y el Caribe, de bajos índices de productividad en casi todos los sectores. Hay que añadir la otra cuestión vital: unas economías basadas en un modelo de exportación de materias primas, “extractivo y de bajo grado de sofisticación”, genera cadenas a las que no se añade valor. En el marco de la revolución digital estos modelos no son sostenibles. En todo el orbe están creciendo otras demandas de bienes cada vez más sofisticados y servicios más rápidos y a la medida, que solo pueden proveer economías diversificadas, complejas y donde el conocimiento cumple un papel fundamental. Los países basados en la exportación de materias primas, especialmente aquellos que están sujetos a los avatares del cambio climático –como está ocurriendo con la producción agrícola en el triángulo norte de Centroamérica– corren un riesgo evidente y a muy corto plazo: no alcanzar niveles de sostenibilidad y mejoramiento de la calidad de vida de sus habitantes, empeorar las condiciones de vida, especialmente de las familias que viven en zonas rurales.

La segunda trampa es la de la vulnerabilidad social, que no se refiere solo a la población que vive en condiciones de pobreza o de pobreza extrema, sino también a las capas de la población que han accedido a un estatuto de clase media –básicamente señalada por un incremento de los ingresos y de la capacidad de consumo–, pero cuyo soporte es muy frágil: una oferta de empleos, por lo general, caracterizada por la precariedad; limitaciones para formarse profesionalmente; muy bajos índices de protección social, en todos los sentidos: seguridad personal, servicios de salud, transporte y otros. Esto significa, ni más ni menos, que los avances logrados en la reducción de la pobreza en la región, aproximadamente entre 2000 y 2015, no son del todo sostenibles, y existen bajo una amenaza: podrían revertirse en un relativo corto plazo, y así convertirse en fuente de inestabilidad y de un creciente malestar social y político.

La tercera trampa es la institucional, en alguna medida, ya comentada más arriba. Pero no es todo: la pregunta fundamental que los líderes y las organizaciones deben hacerse se refiere al estado de los vínculos entre ciudadanos e instituciones. Las instituciones tienen que tomar medidas para evitar que las brechas operativas y perceptivas con los ciudadanos, sigan creciendo. Cuestiones como la eficiencia, la velocidad de respuesta, la fluidez y fiabilidad de los procedimientos, la calidad del trato, la transparencia, la rendición de cuentas y otras variables, son los factores que harán posible recuperar la confianza de la sociedad en las instituciones. Esta es una tarea prioritaria, entre otras razones, porque ella está en el núcleo del funcionamiento democrático.

La cuarta trampa no es otra que la medioambiental, cada día más ineludible, toda vez que las secuelas del cambio climático son cada vez más evidentes y dramáticas. Por una parte, está la cuestión del agotamiento de los recursos naturales, que hace limitado en el tiempo el potencial de las economías, especialmente las basadas en industrias extractivas como el petróleo y la minería. Por la otra, una dificultad que el documento Desarrollo en Transición reconoce: es costoso y difícil pasar de sistemas productivos contaminantes a unos de bajo nivel de emisiones de carbono. No solo hacen falta legislaciones y recursos que impulsen estos cambios: también, otra vez, es imprescindible la determinación de la sociedad civil, de las fuerzas políticas y del sector empresarial para que en conjunto tomen una vía de desarrollo que contribuya a detener la crisis climática y a mantener las condiciones para la vida humana en la Tierra.

Vengo insistiendo, desde la publicación de mi libro Democracia económica (1996) en la necesidad impostergable de buscar alternativas eficientes a los paradigmas del neoliberalismo o las fórmulas simplemente economicistas como repuesta al populismo, que siempre nos amenaza desde extremos ideológicos, en un movimiento pendular y hasta trágico para la región latinoamericana en particular.

Lo que en algún tiempo se identificó como la “Tercera Vía”, formulada teóricamente por Anthony Giddens, y asumida por Tony Blair y Bill Clinton en sus gobiernos, parece más vigente que nunca, más todavía con el impacto transformador en todos los órdenes, provocados por la revolución digital. La socialdemocracia alemana y de Europa del norte lo resume en la idea “tanto mercado como sea posible y tanto Estado como sea necesario”. En Democracia económica iba más lejos para exponer cómo junto con la investigación y el desarrollo comenzaba a asomar también el llamando “tercer sector”, resultante de la cooperación entre gobiernos, empresas, universidades y emprendedores sociales. Desde entonces, el tercer sector ha dado frutos reconocibles y reconocidos en salud, comunicaciones, educación y producción, en muchos países.

A esto habría que agregar la necesidad de que esa tercera vía, que el reciente trabajo de ONU, Cepal, CAF y OECD define como “estrategias de desarrollo en transición”, exige especificidad para cada país en sus circunstancias y tiempo histórico, cosa que advertía elocuentemente el premio Nobel John Kenneth Galbraith cuando decía que en el diseño de las estrategias y políticas de desarrollo no hay que atribuir sabiduría a las ideas aplicadas hoy día por un país con relativo mayor nivel de desarrollo, sino a las que se corresponden y aplicaron con éxito en el momento histórico equivalente al cual se encuentra el país que enfrenta el desafío de alcanzar ese mayor nivel de desarrollo.

 

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