La más reciente etapa de la historia de Chile comienza con un hito cuyo carácter simbólico concierne a los demócratas chilenos y del mundo: 5 de octubre de 1988. Ese día, con Augusto Pinochet aún al frente del gobierno, 55,99% de los electores votó No en el referéndum con que el dictador se proponía prolongar por una década más su control del poder. Al año siguiente, el 14 de diciembre de 1989, se realizaron elecciones libres. En marzo de 1990, Patricio Aylwin asumió la presidencia, con lo que se inició una etapa en la vida político-institucional de Chile, conocida como la transición a la democracia, que conviene revisitar aun cuando sea de forma somera.

La transición a la democracia en Chile no ocurrió de un día para otro, ni como resultado de decisiones unilaterales. Fue el producto de un largo proceso de diálogo, acuerdos y concesiones que involucró a una parte sustantiva de la sociedad. Probablemente muchos lo hayan olvidado, pero los debates que se celebraron entonces pueden contarse entre los más intensos, aleccionadores y significativos del siglo XX latinoamericano. Asuntos como las tensiones entre castigo y perdón, justicia y venganza, pasado, presente y futuro, responsabilidad directa y complicidad, memoria y cambio social, legalidad e ilegalidad fueron revisados en todos sus aspectos. Que dos décadas después transición a la democracia de Chile siga siendo un referente constante y recurrido no debe asombrarnos, porque constituye un enorme fichero de casos de fecunda consulta.

El nudo más complejo por revolver era nada menos que el desmontaje paulatino de los poderes y funciones públicas que se habían concentrado en las fuerzas militares, para traspasarlas a la jurisdicción civil, pero, sobre todo, para que adquirieran carácter de Estado y no estuvieran sujetas a vaivenes y desafueros políticos. Aylwin y, cuando menos, los siguientes tres mandatarios, Eduardo Frei Ruiz-Tagle (1994-2000), Ricardo Lagos (2000-2006) y Michelle Bachelet (2006-2012), tuvieron que afrontar los hechos documentados por la Comisión Nacional de Verdad y Reconciliación, creada por Aylwin en septiembre de 1990 con el propósito de inventariar las violaciones de los derechos humanos perpetradas entre el 11 de septiembre de 1973 –fecha del golpe de Estado de Pinochet contra Salvador Allende–, y el 11 de marzo de 1990, cuando asumió el poder el nuevo gobierno democrático.

La comisión produjo el Informe Retigg, nombre tomado de su presidente, el jurista Raúl Retigg. El documento, cuyos 3 tomos pueden verse en la página web de la Biblioteca Nacional de Chile, revisó a fondo 3.920 casos; y determinó que, de las 2.279 víctimas, 2.115 habían sido asesinadas por la dictadura y 164 por organizaciones de extrema izquierda. El 4 de marzo de 1991, en ceremonia fundamental para el siglo XX latinoamericano, el presidente Aylwin se dirigió a su país a través de la radio y la televisión. Presentó un resumen del Informe Retigg y pidió perdón a los familiares de las víctimas: “En mi calidad de presidente de la República, asumí la representación de la nación entera para en su nombre pedir perdón a los familiares de las víctimas. Por eso también pido solemnemente a las Fuerzas Armadas y de orden, y a todos los que hayan tenido participación en los excesos cometidos, que hagan gestos de reconocimiento del dolor causado y colaboren para aminorarlo”. Más adelante añadió: “Ningún criterio sobre el particular borra el hecho de que se cometieron violaciones de los derechos humanos (…) Nada justifica que se torture y ejecute a prisioneros, ni que se haga desaparecer sus restos”.

Como no podía ser diferente, la reacción al Informe Retigg reactivó la controversia a sus decibeles más altos y despejó el terreno para la creación de la Corporación Nacional de Reparación y Reconciliación, que sumó nuevas víctimas no incorporadas en el Informe Retigg: 776 personas ejecutadas y 123 desaparecidas.

A partir de 1990, las relaciones entre el poder civil y las fuerzas armadas estuvieron lejos de ser idílicas. De hecho, experimentaron serios altibajos. Estudios de importantes historiadores revelan incluso que momentos hubo en que la democracia chilena estuvo bajo peligro. Esta breve relación viene a recordar que el paso de una dictadura a un régimen democrático no sobreviene como resultado de decisiones y cambios inmediatos, sino de lo contrario: arduas negociaciones, acuerdos, procesos que pueden tomar años. En Chile, incluso, se exigieron modificaciones al marco legal en su nivel más alto, como las reformas de la Constitución aprobadas en 2005 para que el control del Estado estuviera no en manos del poder militar sino de gobiernos elegidos democráticamente.

Hay quienes debaten si la mejoría del estado general de la economía chilena, que se produjo aproximadamente a partir de 1990, se debe o no al proceso de transición. Lo cierto es que a partir de esos años comenzó un proceso que, no sin vaivenes, se ha prologado hasta ahora, de manera inequívoca.

Quien se proponga investigar el comportamiento de algunas cifras significativas, más allá de las diferencias entre las diversas fuentes, se sorprenderá de lo que ha ocurrido desde entonces. Empezando por la cuestión primordial de la pobreza. En 1990, alrededor de 40% de los chilenos vivían en condiciones de pobreza, algo muy parecido a otros países de Suramérica. Lo que se ha logrado es simplemente admirable: la pobreza se redujo a alrededor de 7%, lo que representa una disminución ¡de más de 80%! En reporte de abril, emitido por el Banco Mundial, se reconocía que la chilena es “una de las economías latinoamericanas que más rápido creció en las últimas décadas” y, también, que la población considerada pobre (con ingresos por debajo de los 5,5 dólares diarios), había disminuido de 30% a 6,4%, entre los años 2000 y 2017. Entre 2011 y 2014, por ejemplo, el patrimonio neto de las familias creció por encima de 40%.

Con Chile ocurre un fenómeno: en ciertas mediciones aparece como el país líder de América Latina por sus logros económicos y sociales, pero en tanto país miembro de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE), integrada por 36 naciones –Estados Unidos, Canadá, Israel, Japón, Corea del Sur, Australia, Nueva Zelanda, Comunidad Europea y México–, luce un tanto rezagado. Así, según el patrón de comparación, aparece con progresos relativos o muy altos.

Desde la perspectiva de la OCDE, se le reconoce como un país de buenos indicadores en cuestiones como acceso a la vivienda, influencia de los ciudadanos en las decisiones gubernamentales, resultados educativos y remuneración del empleo. Comparándolo con el resto de América Latina, la Organización Panamericana de la Salud ha calculado que la esperanza de vida en Chile, la más alta del continente, es de 80 años para los hombres y 85 para las mujeres. Después de Canadá, Chile es el país con la menor tasa de homicidios del continente: entre 2,7 y 3,0 por cada 100.000 habitantes.

Distintos cálculos señalan que Chile ha cruzado la línea de los 18 millones de habitantes. Además de ser el país con la más alta renta per cápita de América Latina, es la quinta economía del continente. Cierto es que Chile es el mayor productor de cobre, litio y yodo del mundo, y que la fluctuación de los precios del cobre impacta su economía. Pero debe advertirse que la minería representa poco más de 14% de su PIB, que sus exportaciones agrícolas y pesqueras también tienen relevancia, pero que su principal agente económico son los servicios, que representan alrededor de 65% del producto interno bruto.

Aún así, instituciones expertas –Bank of America entre ellas– insisten en señalar que uno de los principales desafíos al que deben atender, el actual gobierno del presidente Sebastián Piñera y los que le sucederán, es la reducción de la dependencia del sector minero, que todavía supone 40% de las exportaciones.

La sociedad chilena, sus instituciones y gobiernos tienen importantes asuntos que atender en los próximos años para la performance lograda en dos décadas se mantenga y potencie. En términos estructurales, además de la cuestión minera ya mencionada, hay otro asunto relevante: el fin del ciclo demográfico e inicio de una fase caracterizada por el rápido envejecimiento de la población. El censo de 2017 muestra que la tendencia que venía gestándose desde mediados de los noventa, se ha profundizado: la población menor de 15 años ha decrecido, mientras la mayor de 60 aumentó. Dos datos lo muestran de forma fehaciente: entre 1992 y 2017, el número de personas mayores de 60 años aumentó 4,8%, mientras los menores de 15 años disminuyeron 9,3%.

A estos dos grandes temas, hay que sumar otros de carácter más coyuntural y de gestión, pero igualmente relevantes e impostergables. Uno de ellos protagoniza las preocupaciones de los analistas económicos: la meta de estabilizar la deuda externa, alrededor de 65% del PIB. Esta reducción es indisociable de varios otros: lograr un acuerdo en torno a la debatida reforma tributaria; tomar las medidas para reducir la burocracia; mejorar el sistema de pensiones, y, muy importante, mejorar la calidad del empleo y la movilidad laboral. Es imperativo, además de fortalecer las clases medias, multiplicar las oportunidades profesionales y de empleo para los jóvenes y las familias jóvenes; acompañar la reactivación de lo productivo con medidas de carácter social que eliminen lo elementos de exclusión social que aún persisten. Esto es fundamental. No hay en América Latina otro país con las condiciones de Chile para erradicar la pobreza extrema y abatir los indicadores de pobreza por debajo de 5%.

Informes recientes, incluido uno de OCDE, son alentadores: las tasas de logro escolar continúan en ascenso. En la sociedad chilena, históricamente bien formada y culta, están creciendo las demandas de educación de mayor calidad y más competitiva, más accesible y menos costosa, más innovadora y menos autoritaria, concebida más como servicio y, en lo posible, capaz de contribuir al crecimiento deseable en los próximos años, en medio de la ralentización global de la economía. Por otra parte, la sociedad chilena, excepcional con respecto a la región, comienza a exhibir problemas comunes a los de países desarrollados, por ejemplo, la pobreza se ha reducido, pero las desigualdades siguen generando presiones tanto por la distribución de la riqueza como por la movilidad y ascenso social; el costo del financiamiento de la educación superior; la brecha salarial entre hombres y mujeres; y la inclusión social de los grupos vulnerables, como las comunidades indígenas. También el exitoso modelo de pensiones basado en cuentas individuales enfrenta desafíos para alcanzar universalidad y solidaridad (pensión mínima), así como garantías ante contingencias en los mercados de capital, para lo cual los gobiernos y legisladores chilenos han mostrado gran madurez al introducir ajustes con amplio apoyo político, la última de ellas bajo la primera presidencia de Michelle Bachelet.

Chile goza, eso sí, de un privilegio que sus líderes políticos, sociales y empresariales no pueden desaprovechar: amplios sectores de la sociedad tienen alta conciencia de lo que significan el conocimiento y la cuarta revolución industrial en el futuro de las naciones. Quienes tienen en sus manos la toma de decisiones, no deberían equivocarse. Si Chile centra los esfuerzos de sus políticas públicas en ese sentido, continuará siendo el país referencia en América Latina, por sus avances productivos y su creciente disminución de la pobreza. Y, claro, nunca perder de vista que esta historia de éxitos comenzó el día exacto en Chile optó por la democracia y las libertades como brújula de su devenir.

 

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