En un artículo publicado el 20 de octubre de 2018 en el diario El País, España, una vez que Jair Bolsonaro hubo arrasado en la primera vuelta electoral, el ex presidente socialdemócrata Fernando Henrique Cardoso contestaba a esta pregunta: cómo había sido posible que un dirigente político apenas conocido, “un oscuro parlamentario”, apoyado por “un partido casi inexistente” –el Partido Social Liberal– hubiese obtenido triunfo semejante. Bolsonaro, que unas semanas antes –el 6 de septiembre– había sido apuñalado durante una gira electoral, obtuvo más de 55% de los votos en las elecciones del 28 octubre, lo que le convirtió en el decimosexto militar que accede a la Presidencia de Brasil, el tercero en hacerlo por vía electoral.

Cardoso y muchos otros analistas coincidieron: Bolsonaro ganó las elecciones como reacción de la sociedad al miedo a la violencia, al crimen organizado, a la corrupción, y con una de las peores tasas de desempleo del mundo, alrededor de 13%, lo que en el caso de la inmensa nación de Brasil equivale a más de 12 millones de personas sin trabajo.

De acuerdo con cálculos recientes, la República Federativa de Brasil ha cruzado ya la línea de los 208 millones de habitantes. Es, por tanto, el país con el mayor número de hablantes de la lengua portuguesa del mundo y, también, el de mayor número de católicos.

Su territorio, de 8,5 millones de kilómetros cuadrados, lo convierte en el quinto país más grande del planeta. Ocupa 47% del territorio sudamericano, lo que le obliga a regirse por 4 husos horarios. Tiene fronteras con 10 países y alrededor de 7491 kilómetros de costas. Por su territorio pasan 2 de las líneas imaginarias que cruzan el globo terráqueo: el Trópico de Capricornio y el Ecuador. Dada la extensión de su territorio es, después de Estados Unidos, la nación que detenta un mayor número de aeropuertos: 34 internacionales y más de 2450 regionales. Tiene 3 ciudades que entran en la calificación de megalópolis: São Paulo, que está próxima a los 21 millones de habitantes; Río de Janeiro, que cruzó la línea de los 12 millones; y Belo Horizonte, encaminada a los 6 millones de habitantes.

De los 7 millones de kilómetros cuadrados que forman la Amazonía, el mayor bosque tropical del mundo, que está repartido en 9 países, un poco más de la mitad, 3,6 millones de kilómetros cuadrados, le corresponden a Brasil. En esa selva amazónica, que en 2011 fue declarada una de las 7 maravillas naturales del planeta, se concentra el mayor número de especies vegetales y animales: más de 4 millones. En esta contabilidad se incluyen la mitad de las plantas.

Sostienen los estudiosos que los procesos de deforestación iniciados hace cinco décadas, para favorecer distintas explotaciones –ganadería, agricultura, madera, petróleo y gas, pesca, comercio de especies exóticas, construcción de represas, poblados y vías terrestres–, ha causado una pérdida de, al menos, 20% de la selva amazónica. A esta destrucción, además, han contribuido otros factores como el cambio climático, las quemas deliberadas –se contabilizan en cientos de miles–, la contaminación de las aguas, la aparición de las llamadas “especies invasoras” y los cada vez más numerosos y complejos avances de lo urbano.

La paulatina y sostenida destrucción de la Amazonía, además de consecuencias planetarias –no en vano se le llama “el pulmón del mundo” – produce también devastación humana y cultural. La eliminación de la selva ha forzado la aparición de 15 a 20 pueblos indígenas que vivían completamente aislados, cuya existencia se desconocía. Los hay cuyos hábitats han sido arrasados. La ocupación territorial encabezada por hacendados, empresas y promotores urbanísticos, en complicidad con policías, militares, políticos y hasta de falsos ambientalistas, ha hecho posible no solo la expulsión del territorio, sino la violencia y la muerte. La ONG Conselho Indigenista Missionário ha estimado que, entre 2003 y 2019, al menos 1009 indígenas fueron asesinados. También están matando a la población quilomba –campesinos descendientes de ex esclavos–, a pesar de que fueron reconocidos por la Constitución de 1988, con el objetivo de apropiarse de las tierras en las que viven. Solo en 2017 fueron asesinados 70 quilombos (se calcula que existen alrededor de 15.000 quilombolas, que es el nombre que designa a las comunidades correspondientes).

Así estaban las cosas cuando Bolsonaro, el primer día en el cargo, firmó un decreto que otorgó potestad al Ministerio de Agricultura para que delimitara las tierras indígenas, lo que representó el impúdico primer paso de una política destinada a privilegiar los intereses de agricultores y empresas, por encima del propósito de proteger la Amazonía. En pocos meses de gobierno, por ejemplo, su gobierno ha autorizado el uso de 262 pesticidas, muchos de los cuales –un tercio– contienen sustancias que están prohibidas en Europa. Desde que Bolsonaro tomó las riendas del poder, ha aumentado la deforestación y la quema de territorios. Mientras escribo este artículo, a finales de agosto, en los noticieros de todos los países, los incendios de la selva amazónica son la noticia del día.

En sectores de la sociedad brasileña y entre los gobiernos de Europa, las alarmas están encendidas: Jair Bolsonaro, cuya imagen es cada vez más asociada a la de Donald Trump (he leído que han comenzado a llamarle “el Trump del Trópico”), está al frente de un gobierno que está decidido a sacrificar la Amazonía para convertirla en un vasto campo de negocios. Las noticias que llegan no pueden ser más alarmantes: crece la deforestación, aumenta el número de incendios provocados, los dirigentes indígenas están cada vez más sometidos a situaciones de riesgo.

En días recientes, Bolsonaro ha dejado de ocultar su plan: destituyó al director del Instituto de Investigaciones Espaciales –INPE–, entidad del Estado brasileño encargada de reportar los avances de la deforestación –entidad que debería ser autónoma y que cuenta con el reconocimiento de las comunidades científicas de Brasil y del mundo–; ha roto los convenios que sustentaban la continuidad del Fondo Amazonía –mecanismo internacional para financiar proyectos de reforestación en Brasil–; ha insultado a los gobernantes de Noruega –el principal donante– y de Alemania, que han suspendido las donaciones, a consecuencia de las palmarias evidencias de lo que está sucediendo. Los intentos de algunos ministros por minimizar la situación y señalar que las denuncias son exageradas, y que el gobierno respetará los acuerdos, han resultado vanos en relación con la realidad en curso: la explotación de las riquezas está ganando terreno frente a quienes luchan por preservar las especies y frenar el desastre del cambio climático.

En las semanas recientes, el mundo ha visto con dolor y angustia las imágenes desgarradoras de la quema del Amazonas, de forma simultánea a la reunión de los mandatarios del G7 en Biarritz, Francia. La contumacia soberanista y arrogante de Bolsonaro, frente a los planteamientos ambientalistas y propuestas de cooperación para aplacar y evitar las quemas del Amazonas, puso de relieve la importancia que tendrá en los próximos años definir una agenda multilateral que evite la explotación irracional o sin sustentabilidad de la Amazonía, con los consecuentes mecanismos de cooperación y compensación económica que ello implique para los países donde se sitúa este fundamental recurso para la existencia de la humanidad.

Miembro del Grupo de los 20 –G20–, Brasil es la primera economía del continente y la sexta o séptima del planeta (depende de los criterios técnicos con que se elabore el ranking). Es, de forma descollante, la cuarta potencia agrícola del mundo, superada solo por Estados Unidos, China e India. Es, con ventaja abrumadora, el primer productor de naranjas del mundo. Aunque no tiene el posicionamiento minero que tienen países como Chile o Bolivia, Brasil es una potencia minera de categoría mundial: primer productor de niobio, segundo de hierro y bauxita, tercero de manganeso, además de productor de oro, níquel, cobre, fosfatos, piedras preciosas y muchos otros. Los datos de su industria de hidrocarburos son sorprendentes: su producción petrolera diaria está alrededor de 2,5 millones de barriles, y su producción de gas natural, cerca de los 110 millones de pies cúbicos. A Brasil se le reconoce hoy como uno de los países que ha desarrollado notables experticias para la búsqueda y operaciones petroleras en el subsuelo marino. En algún momento, la potencialidad de la economía brasileña se conjugó con la que representan Rusia, India, China y Sudáfrica para visualizar una alianza político-económica denominada BRICS, pensada como nuevo eje o contrapeso a la hegemonía trasatlántica que alrededor de Estados Unidos se expresa en los denominados G7 o en el G20. El grupo BRICS ciertamente está allí, pero las complicaciones internas de cada uno de sus países, así como la clara determinación de China de usar su influencia en muchos tableros a un mismo tiempo, no ha terminado de darle la corpulencia que sus creadores y algunos analistas atribuyen a este bloque en la definición del rumbo planetario.

Describir, aunque sea de forma somera, el ancho y considerable desarrollo industrial de Brasil requeriría de un espacio que sobrepasa los límites de un artículo de opinión. Además de lo dicho –en los ámbitos agrícolas, petrolero y minero–, el país destaca como productor de barcos y aviones, papel y celulosa, productos farmacéuticos, saneamiento y transporte, limpieza urbana, construcción, instrumentos hospitalarios y, muy relevante, en la producción automotriz: en 2018, Brasil ocupó el noveno lugar, muy cerca del octavo lugar ocupado por España, tras producir casi 2.700.000 unidades. Más de 60% de sus exportaciones son bienes industrializados, entre los que hay que destacar equipos electrónicos, aeronaves, textiles, calzados, café, jugo de naranja, vehículos y más. Todo esto –y algunos rubros más que podrían añadirse a esta lista–, representa casi 60% de la producción industrial de América del Sur. Hay que añadir que, como receptor de turistas, Brasil ya ha cruzado la línea de los 6,6 millones de turistas en 2018, lo cual lo ubica como el primer destino de América del Sur.

De forma paralela a este complejo desarrollo industrial y productivo, la violencia no ha cesado de crecer a lo largo de las últimas décadas. De acuerdo con cifras ofrecidas por Atlas de la Violencia, en 2017 fueron asesinadas 65.602 personas, lo que arroja un índice de 31,6 muertes por cada 100.000 habitantes. Este promedio triplica al indicador que, según la Organización Mundial de la Salud, define una “epidemia de violencia”: 10 muertes por cada 100.000 habitantes. Entre los años 2006 y 2013, 553.000 personas fueron asesinadas. Las primeras víctimas son, especialmente, jóvenes entre 15 y 29 años, que viven en zonas pobres, que forman parte de los carteles del narcotráfico o de las llamadas milicias, que luchan entre sí por territorios, rutas y predominio en el negocio del transporte de drogas, principalmente la cocaína que viene de Colombia, Perú o Bolivia, para seguir su ruta hacia Europa y Asia. En un reportaje publicado en The New York Times, leo que en estados como Acre –fronterizo con Perú y Colombia–, o Ceará –cuya costa mira al Atlántico–, la mortandad es altísima, porque están ubicados al comienzo y al final del paso de la droga por Brasil. Otra estadística arroja un dato que estremece: 50 millones de personas tienen un amigo o familiar asesinado. Cálculos conservadores estiman que al menos 8 millones de personas tienen armas.

Con respecto a 2018, durante los primeros meses del gobierno de Bolsonaro, se ha producido una reducción de las tasas de mortalidad, de alrededor de 20%. Habrá que ver cuán sostenible es una política de seguridad basada en brutales acciones policiales –en Río de Janeiro, cada 5 horas la policía mata a un delincuente, según cifras ofrecidas por el propio gobernador, Wilson Witzel– y en la reducción de los requisitos para comprar armas y recibir entrenamiento de cómo usarlas.

Sostienen los analistas que la filiación de Bolsonaro hacia Trump no es cosmética, sino que el ex militar tiene verdadero interés en adoptar sus modos de actuar y gobernar. Así las cosas, la respuesta del gobierno en materia de seguridad, es menos una política pública y más unas respuestas acordes a su gusto o a su idea de cómo se solucionan las cosas. Su reciente reacción al resultado electoral de Argentina; sus declaraciones homófobas y contra las organizaciones feministas; sus alabanzas a miembros clave de la dictadura que gobernó Brasil entre 1964 y 1985; la anulación de un encuentro previsto con el canciller de Francia para ir a la barbería; su tendencia a la práctica del revisionismo histórico; el nombramiento que hizo de su hijo como embajador en Estados Unidos, pasando por encima de la tradición profesional y meritocrática de la legendaria Itamaraty: estos son algunos de los hechos que muestran la impulsividad, el personalismo y la arbitrariedad elevados a la categoría de procedimientos de gobierno. Debo agregar: si Bolsonaro tomara la decisión de salir de Mercosur después de las presidenciales argentinas del 27 de octubre, uno de sus resultados sería nada menos que el rompimiento del próximo acuerdo comercial entre la Unión Europea y Mercosur, cuya gestación ha tardado veinte años en estructurarse, y que está cada vez más cerca de concretarse. Esta posible alianza del Atlántico podría ser equivalente a las ambiciones de la Alianza del Pacífico.

Aun cuando apenas ha comenzado su mandato –su período se extenderá hasta 2022–, las encuestas señalan que Bolsonaro ha perdido popularidad muy rápidamente. En Brasil hay muchos que valoran como positivas y de grandes expectativas, las llamadas “reformas estructurales” que ha puesto en marcha, que incluyen cuestiones como continuar con la reforma laboral –iniciada en el gobierno de Michel Temer–, ordenar las cuentas públicas, reformar la seguridad social, simplificar el pago de tributos, privatizar algunas empresas estatales y, cuestión vital, combatir la corrupción. Estos anuncios y medidas, ejecutadas bajo la dirección de Paulo Guedes, el superministro de la economía, han comenzado a producir resultados en corto tiempo, y ya hay síntomas de que empresas e inversionistas de otras partes del mundo se están preparando para operar en Brasil.

El presidente de la Cámara de Diputados, Rodrigo Maia, ha sugerido que, entre las declaraciones y los hechos hay una brecha. Afirma que Bolsonaro no ha obstaculizado ni al Tribunal Supremo ni al Congreso. Hasta ahora, decisiones suyas que no se ajustan a las leyes han sido refutadas y negadas por inconstitucionales. Aunque polémico en su discurso, Maia sostiene que no lo es en la gestión. Y que, hasta ahora, su conducta ha sido la de respeto a las instituciones democráticas. Bolsonaro, pragmático en cuestiones económicas, tiene previsto viajar a China en octubre, con un portafolio de proyectos que incluye puertos, aeropuertos, trenes y energía. También con Rusia y Estado Unidos aspira a incrementar los intercambios económicos.

He leído análisis sobre la dificultad que representa para una nación tan grande en todos los sentidos, el que la política esté regida y dominada por interese y cuotas y no por diferencias ideológicas. Al desafío de gestionar la relación con un parlamento fraccionado, y de crear un ambiente favorable a la creación de empresas y a los negocios, Bolsonaro debe enfrentar otra cuestión fundamental: la pobreza, que está alrededor de 26%. Los especialistas destacan una tendencia: la gran cantidad de mujeres afrodescendientes, sin cónyuge, y con hijos menores de 14 años, que viven en situación de pobreza: 64%. Un dato más, señalado por la FAO: en 2017, 5,2 millones de brasileños no cumplían con los niveles mínimos de ingesta alimentaria. Otro: 8% de los niños menores de 6 años están fuera de los sistemas educativos.

Bolsonaro tiene por delante el reto (que se dificulta por sus cuestionables ideas y su modo de entender la política) de lograr una gestión que saque a Brasil de la crisis económica y la encamine al cumplimiento de la repetida promesa, según la cual se convertirá en un lapso de unas tres décadas, en una de las potencias del mundo. Pero para alcanzar eso, no basta un programa de reformas económicas. Son fundamentales las políticas de protección de la Amazonía, de reducción de la pobreza y de respeto a las minorías. Pero hay algo más, que Bolsonaro deberá enfrentar: a él mismo, a su tendencia a la respuesta ofensiva y virulenta, que pasa por encima de los mecanismos de convivencia propios de la democracia.

 


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