Tenía yo siete años y estudiaba en la escuela que estaba al lado de la iglesia San Pedro Apóstol, hoy flamante catedral del estado Vargas, en el mero centro del casco histórico de La Guaira. Los recuerdos de aquellas aulas ya comienzan a hacérseme vagos, pero hay uno en particular que se niega a menguar; al contrario, cada vez creo que reluce más. Una vez al mes iba alguien con un proyector, que presumo debía ser de 16 mm y nos “pasaba” una película, en hermoso blanco y negro ¡por supuesto! Era un poco más de una hora en la que aquella alborotada horda de muchachos sudorosos guardaba un silencio sepulcral, que ni en las misas del cura Arteta en el vecino templo se lograba. En la pared que servía de pantalla veíamos las danzas inverosímiles de Resortes, el mago mexicano de las contorsiones, en películas como Al son del mambo, que me resultó muy familiar porque aparecían las mismas canciones que oía los sábados en el picó que ambientaba las fiestas en la casa de mi tía Petra. Tampoco faltaban entre esas proyecciones las de Cantinflas, el inmortal Mario Moreno. Ahí está el detalle, Abajo el telón, Caballero a la medida, El señor fotógrafo, Si yo fuera diputado, El bombero atómico, Romeo y Julieta y Ni sangre ni arena, son algunos de los tantos títulos que recuerdo.

Dejo para el final no al último de ellos, sino al que me abrió un mundo de emociones que iba mucho más allá de los otros: Tin Tan, el inolvidable Germán Valdés, quien casi nos hacía orinar con sus peripecias y locuras sublimes. Sin embargo, hubo de él una en especial que me marcó como ninguna otra de todas ellas: Tres mosqueteros y medio. Cierro los ojos y veo el propio comienzo: la silueta de una mujer, arco en manos, que gira al compás de una fanfarria de trompetas; de ahí saltó a una escena en la que Tin Tan está con los mosqueteros y un grupo de bailarinas que danzan en el interior de una taberna hasta que él de repente se incorpora y, con la música de “El bodeguero”, comienza a cantar: “El mosquetero / En guardia está / Y con su espada / Lo probará…”. Y el final es un cuadro con toda la corte francesa bailando un cha cha chá, donde el rey que se menea al compás del ritmo caribeño es un verdadero delirio. Esa cinta me introdujo al mundo de Dumas, al poco tiempo estaba leyendo por primera vez, la he leído no menos de diez veces, ¡y las que faltan!, Los Tres Mosqueteros. Ahí aprendí a amar a París y Londres. Esa obra también me hizo detestar con fervor al cardenal Richelieu, personaje nefasto que le hacía la vida imposible a todo aquel que no fuera de los suyos.

Pasarían muchos años hasta que pude entender la dimensión real de Armand-Jean du Plessis, cardenal y duque de Richelieu, así como su impacto en la Francia del siglo XVII. Su concepción de una nación fuerte y de política exterior agresiva sentó las bases de los Estados modernos; sus teorías fueron fundamentales para la llamada Paz de Westfalia, nombre con que se conocen  los tratados de paz de Osnabrück y Münster, firmados el 24 de octubre de 1648 por el Sacro Imperio Romano Germánico, Francia, Holanda, España, Suecia, Dinamarca y Suiza; y de los cuales derivan las actuales nociones de Estado, soberanía nacional e internacional.

Hay una obra de este estadista y hombre de la iglesia que muestra su vuelo, me refiero a  Testamento político del cardenal Richelieu, editado por primera vez en español en Madrid en el año 1696 por el legendario editor Juan García Infanzón. Las citas de lo allí asentado son infinitas, pero hoy quiero compartir con ustedes esta, de la cual conservo la grafía original de fines del siglo XVII: “Muchos fon Juftos en la apariencia fola; pero en la realidad injuftifsimos. Cubren fus Injufticias enormes con la Capa hermofifsima de la Jufticia, que extienden. Se valen de las finrazones agenas para afeitar, y ocultar las proprias. Dàn à entender, que ellos obran bien, con defcubrir, que otros obran mal”. ¿Más vigente?

© Alfredo Cedeño

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