Foto FEDERICO PARRA/AFP/Getty Images

En los últimos meses he tenido la oportunidad de leer resúmenes, conclusiones y análisis de varias encuestas, que quisiera comentar en este artículo. No estoy ajeno a las dificultades que hoy representa para las empresas encuestadoras cumplir con el objetivo de realizar una encuesta, incluso si la recolección de información se hace a través del teléfono. Los ciudadanos, como es obvio, desconfían, se preguntan si la llamada del encuestador no será una trampa. Hay quienes se niegan a expresar su opinión si no reciben un pago. Está, además, la presencia de un factor que ameritaría un estudio a fondo: la información de la que disponen capas enteras de personas, sobre la realidad más allá de lo inmediato, es irregular. Las exigencias de la sobrevivencia, la gran cantidad de horas que las familias invierten en solucionar los desafíos de la cotidianidad, apenas deja tiempo para hacer seguimiento a las noticias. Pero, a pesar de todos estos factores, con mayor o menor intensidad, hay una serie de elementos presentes en las opiniones de los encuestados, de todas las regiones del país, que merecen ser anotados.

El primero de ellos, sin duda el más evidente y categórico, es que la mayoría de los venezolanos clama por la inmediata salida de Maduro del poder. El hartazgo que se siente en las calles y en las conversaciones familiares se expresa de forma inequívoca: que salga de Miraflores sin dilaciones. Hay una sensación muy extendida, creo que irreversible, de que solo tras el fin de la dictadura será posible establecer las condiciones para la reconstrucción del país. Sobre Maduro pesa un castigo de carácter estructural, del que no podrá recuperarse jamás: su capital político, incluso en una parte del chavismo, ha sido liquidado. De hecho, y este es el segundo dato que quiero comentar aquí, su popularidad es mínima. Eso reaparece en distintas mediciones. A la pregunta de quiénes apoyan a Maduro, hay una respuesta que dicta el sentido común y la observación de ciertos hechos: los miembros de la estructura partidista y de control social. Es decir, las redes del régimen. Enchufados, funcionarios, militantes, paramilitares y militares: estos conforman la fuerza política y electoral de Maduro y su régimen. No más.

Otra tendencia, preocupante para los demócratas y para los aliados internacionales de nuestra lucha, es el deterioro del aprecio de los ciudadanos por los dirigentes de la oposición. Esta es una compleja realidad, alimentada por múltiples factores: el paso del tiempo, la sensación de que hay unas metas que no se lograron, las luchas internas, las campañas organizadas para deteriorar la buena reputación de los adversarios, la eficaz acción divisionista del gobierno y más. Esto produce un paradójico fenómeno político: una sociedad casi unánime en el deseo de que el régimen llegue a su fin, pero dividida o sin una definición mayoritaria sobre cuál es el liderazgo confiable para avanzar hacia un nuevo estado de cosas. Esta debería ser una preocupación central en la agenda interna de la oposición democrática.

Como ha ocurrido en tantas ocasiones, especialmente en la última década, la cuestión del diálogo vuelve a estar en el centro del debate venezolano. Aunque las diferencias en los modos de preguntar son decisivas en los resultados, parece predominar una tendencia negativa en la percepción del nuevo capítulo del diálogo, que ahora mismo tiene lugar en México. La expectativa predominante es que no producirá buenas noticias, no cambiará el estado de cosas en el país, no arrojará el resultado que desea la mayoría, que es la urgente salida de Maduro del poder.

Por supuesto: es difícil que una encuesta sea el instrumento adecuado para explicar las motivaciones de por qué la mayoría de la sociedad, o rechaza o desconfía o no le atribuye importancia real al diálogo. Parte de la problemática, ciertamente está asociada con la percepción negativa que se mantiene hacia el Consejo Nacional Electoral, a pesar de los esfuerzos de numerosos voceros –incluyendo a representantes de la oposición–, por crear una atmósfera de credibilidad hacia el organismo, que se pondrá a prueba en las elecciones del próximo noviembre.

En tono de airada increpación, se viene produciendo en las redes sociales una campaña que descalifica a quienes no confían ni en el diálogo ni en el Consejo Nacional Electoral, como si fuese posible obviar un abultado expediente de engaños, trampas, estafas electorales, que nunca han sido explicadas y, mucho menos, castigadas.

Lo que se está pidiendo a esa mayoría de la sociedad que mira con recelo el diálogo y las elecciones de noviembre es que olvide a la organización delincuente, a la estructura que ha desconocido sistemáticamente la voluntad popular, que ha forjado procesos electorales fuera de la Constitución (como ocurrió con la ilegítima, ilegal y fraudulenta Asamblea Nacional Constituyente, falsamente elegida el 30 de julio de 2017 en una farsa electoral que fue denunciada por la empresa Smartmatic). ¿Es a favor de esa organización, brazo electoral del régimen, su cómplice y comisario, que se pretende conseguir una aprobación pasiva y silenciosa para el evento electoral de noviembre y unas improbables elecciones presidenciales en una fecha también improbable?

Lo que, a fin de cuentas, sugieren las mediciones es que la sociedad venezolana está acumulando una carga de hartazgo, de la que no escapa nada o casi nada. Es la sensación del ciudadano a la intemperie, expuesto al hambre y a la falta de vacunas, 100% desprotegido, sin instituciones a las que apelar, atrapado en un malestar creciente, testigo perplejo de un festín de economía dolarizada a la que solo acceden unos pocos; ciudadano que, en cualquier momento, hará sentir su rabia, su ya basta decisivo, lo que podría ser el detonante del cambio que no debería demorar ni un día más.

 

 


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