Algunos medios han comenzado a trufar las turbadoras informaciones acerca de la evolución de la pandemia y la incertidumbre atinente a la duración de los estados de excepción con curiosas noticias ajenas a la tragedia y afines a la comedia. Así, por ejemplo, se hizo viral la instantánea de un murciélago gigante publicada inicialmente en un diario de Manila: ¡un ejemplar del tamaño de un ser humano! Probablemente, Bruce Wayne olvidó en alguna de las 7.107 islas del archipiélago filipino el traje de su alter ego y Batman quedó fláccidamente colgando de una viga o de la rama de un árbol. También fue novedad una cacatúa pianista —a falta de digitación bueno es el picoteo— e, igualmente, un mono capaz de aprender gramática. Del pájaro y el quiróptero vi fotos; del simio, leí una reseña de BBC Mundo o de la Deutsche Welle, no recuerdo.  Quizá las imágenes y relatos hayan sido invenciones de las salas de redacción. A similares artificios se abocan, aunque sin mucha imaginación, los funcionarios del gobierno de facto encargados de subsanar el aburrimiento de los penitentes enclaustrados en sus casas: les quitan televisión e Internet y se les consuela explicando las falencias con una narrativa fantástica. Por eso, los contagios de Diosdado y El Aissami —Maradona los lamenta compungido, ¿viste vos?— son motivo de incredulidad y conjeturas, como la nada desdeñable de Andrés Velázquez —«No le creo a embusteros. Eso de victimizarse es típico de la escuela cubana para luego salir vencedores ante la adversidad y seguir fabricándose un relato victorioso»—, o la descabellada y peligrosamente sugestiva teoría de la conspiración, según la cual los apestados de mentirijillas estarían fraguando decesos simulados y simulacros de entierros y, con una alteridad forjada en el Saime, decirle adiós a la revolución; pero eso sí, ¡con una boloña de centavos en las alforjas! Nosotros, perplejos ante el descubrimiento de la pólvora por parte de la expresidente de Chile y alta comisionada de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos, Michelle Bachelet —¡cáspita!, el sistema judicial en Venezuela no es independiente—, y enredados en el caprichoso y seguramente ineficaz 7 x 7, inspirado en la sabiduría médica de los curanderos cubanos y matasanos egresados de las universidades bolivarianas, llegaamos, rumiando dudas y especulaciones, a una muy especial jornada dominical.

Cada  tercer domingo de julio se festeja en Venezuela el Día del Niño —este año, dada las circunstancias, sin desfiles, ni payasos y ningún tipo de jolgorio multitudinario—, celebración de carácter universal acordada en la Asamblea General de las Naciones Unidas el 14 de diciembre de 1954, cuyos antecedentes se remontan a la toma de conciencia sobre la necesidad de proteger a la infancia, generada tras el cese de la Primera Guerra Mundial, y  debida sobre todo a una campaña del Comité Internacional de la Cruz Roja y de la organización Save The Children en pro de la Declaración de los Derechos de los Niños,  proclamada en Ginebra el 26 de septiembre de 1924 por la Liga de las Naciones.  Lo trajinado en los 30 años transcurridos entre esta fecha y aquella, y la falta de consenso en cuanto al día específico de la conmemoración son asuntos ajenos a las intenciones del cronista; no lo es, y se propone enfatizar en ello, recordar lo prometido por el comandante eterno un domingo cualquiera, acaso no el tercero del mes de juergas patrioteras, con relación a la infancia presuntamente desatendida durante la cuarta república.  Se comprometió, trémulo de emoción como el plebeyo de un valsecito peruano, a acabar con los niños de la calle: de un plumazo, invocando un abracadabra mágico revolucionario, los transformó en «niños de la patria» y embriones del «hombre nuevo».

Lo de liquidar a los muchachos realengos no fue una metáfora. Pasado algún tiempo desde el demagógico ofrecimiento, «sus» niños de la calle desaparecieron, bien a manos de las fuerzas del orden y de sus pares en disputas territoriales, o bien convertidos en matones de barrio o pranes de algún establecimiento penitenciario. Les sucedieron otros mocitos más precoces y  más desnutridos; y, colmo de los colmos, el cacareado hombre nuevo no pasó de ser quimera, anhelo ficcional de quienes reducen el socialismo a un sistema de extorsión y beneficencia pública, orientado a subsidiar con precarias asignaciones a seres desvalidos y disfuncionales, a cambio de un irrestricto respaldo a su desquiciado proyecto de gobierno vitalicio, pues si no, ¡nanay!, te jodiste camarada y anda a pedirle ayuda a la oligarquía, a Bambarito, a la derecha, a Trump, a Guaidó, a María Corina o al cura de la parroquia. Y así llegamos al llegadero. De acuerdo con la Encuesta de Condiciones de Vida, Encovi, más de 4 millones de escolares han abandonado las aulas y mal viven a la buena de Dios o del diablo, raspando no la olla sino cubos de basura y consumiendo desperdicios en estado de putrefacción. La Ley Orgánica de Protección de Niños, Niñas y Adolescentes (Lopna) es letra muerta. Los bolcheviques de nuevo cuño se ciñen a un ordenamiento jurídico diseñado para garantizar contumacia e impunidad. Podríamos proseguir con esta letanía, pero en la bandeja de salida otra efeméride reclama atención.

El 19 de julio de 1692, en Salem, Massachusetts, fueron ejecutadas 5 mujeres acusadas de brujería —seguramente no a objeto de exorcizar demonios sino de confiscar sus bienes— cumpliendo una de las sentencias más deplorables de los celebérrimos juicios realizados en Nueva Inglaterra, inspiradores de una nutrida producción bibliográfica en la cual destaca The Crucible (El Crisol), pieza teatral de Arthur Miller, estrenada en 1953. Llamada en español Las brujas de Salem, la obra es una brillante y demoledora alegoría del macartismo, esa variante ideológica y simétrica de la inquisición estalinista —el lugar común es inevitable: los extremos se tocan—,  fue escrita luego de los procesos incoados contra  artistas e intelectuales, entre ellos el propio Miller, por el protervo senador de Wisconsin Joseph McCarthy, quien, valido de la mayoría republicana en la Cámara Alta,  se hizo con la presidencia de la Subcomisión Permanente de Investigaciones de la misma, entre 1953 y 1956 y, desde esas alturas del poder político y en connivencia con el Comité de Actividades Antiamericanas, desencadenó, apoyado en delaciones y barruntos, una feroz persecución contra supuestos espías  comunistas y  simpatizantes del peor enemigo del capitalismo, la Unión Soviética, «infiltrados» en la industria cinematográfica, en los medios, en la administración pública y hasta en las fuerzas armadas. La obra viene a cuento no solo porque en Venezuela no hay veda para la caza de brujas, deporte favorito del quinteto de la muerte (Maduro, Padrino, Cabello, El Aissami y Rodríguez), como  desprende de la detención del politólogo y director del portal digital Punto de Corte, Nicmer Evans, acusado de promover el odio, y recluido sin derecho a pataleo en un infame calabozo de la DGCIM, sino además por la pertinencia de un par de líneas leídas al vuelo al comienzo del primer acto: «Toda organización es y debe ser fundada en una idea de exclusión y prohibición, por la misma razón por la que dos objetos no pueden ocupar el mismo espacio». No se requiere de extrema perspicacia para captar su similitud con el modo de dominación nicochavista.

Mientras la nave del terror despliega su rojo velamen y se desplaza viento en popa con el fiel de su brújula apuntando al 6 de diciembre, la oposición navega a la deriva en el mar de los desencuentros. Faltan 5 meses para consumar una mayúscula estafa comicial con el aval del padrino y el partido militar. ¿Malgastaremos 150 días armando rompecabezas, resolviendo crucigramas, viendo telebasura y leyendo comiquitas —los buenos libros son muy caros—, en vez de dedicarlos, tal sugiere el podcast Análisis Político de El Nacional y la UCAB, a promover el desconocimiento interno y externo de la elección parlamentaria, tal sucedió con las presidenciales de mayo de 2018? Ojalá los líderes de la disidencia democrática despierten llorando como un niño, caigan en cuenta de su vejez y comiencen a actuar como adultos, a fin de vencer el miedo provocado con el manejo fullero de la emergencia sanitaria. De algo moriremos. Si no nos mata el coronavirus, lo hará el mal de Chávez mediante su agente transmisor: el nicovirus.  Ni yo ni usted, amigo lector, creemos en brujas, mas ya se sabe: de que vuelan… ¡vuelan! Ahí tienen a Oblitas planeando en la rectoría de la UBV —tan cerca y tan lejos de la UCV.  ¡Feliz Día del Niño!


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