Hubiese querido comenzar estas líneas con un par de ellas echando de menos a Teodoro al cumplirse 4 años de su desaparición física (31/10/2018) —¡cuánta falta hace!—, y abordar de inmediato lo atinente a los festejos y rituales debidos al marketing, la tradición y la Iglesia, pautados para mañana y pasado mañana; sin embargo, no puedo pasar por alto una deposición oral debida al indecente bellaco capilar. En su fachoso modo de expresarse el troglodita de la oposición fuera de base, coartando sus derechos a seleccionar, en votaciones primarias, un aspirante único a poner término al continuismo padrinomadurista. Dándoselas de sabroso, el altanero furriel de El Furrial sugirió tal madrugonazo —«Estamos obligados a ganar cualquier elección. Si son mañana, el PSUV sale a ganar mañana. Si son en enero, en enero ganamos»—, poniendo desvergonzadamente en evidencia la sumisión del poder electoral a los designios de la alianza fanb-psuv, y acongojando a los come casquillos de la ultraoposición. Y hoy jueves, 27 de octubre del menguante 2022, cuando procuro salir a flote en un país bajo las aguas —trágica circunstancia endosada olímpica e irresponsablemente al imperio y a Colón—, se están cumpliendo cien años del nacimiento de Carlos Andrés Pérez (Rubio, estado Táchira, 27-10-1922). Tanto a Petkoff cuanto a Pérez, la historia se encargó de vindicarlos. Hoy, nadie en su sano juicio cuestiona la contribución del primero al acervo teórico político nacional, ni la obra gubernamental del segundo. Pero, de otros muertos, amén de santos y brujas, van estas divagaciones. Mencionemos de entrada y al paso, a los sepultados en vida en las infames ergástulas del régimen: Roland Carreño, quien cumplió su segundo año tras las rejas sin motivos para estar privado de libertad, y sus 250 compañeros de infortunio. Y, una vez más, me remito al baúl de los recuerdos y recurro al autoplagio, a fin de satisfacer mi compromiso dominical con el lector, esperando no defraudarle, aun si me repito y lluevo sobre mojado.

Caricaturizadas en los cómics con verrugas similares a la del comandante eterno, narices ganchudas y, vestidas y ensombreradas de negro, cabalgando sobre escobas, las brujas podrían ser perversa y engañosamente hermosas, cual la madrastra de Blanca Nieves. Se les atribuyen poderes sobrenaturales, obtenidos a través de demoníacos contratos rubricados con sangre. En épocas remotas, la sospecha de tan atroz tejemaneje podía conducir a la hoguera. Juana de Arco afirmó haber visto y oído a Santa Margarita y al Arcángel Miguel, y por su sintonía con esas apariciones la redujeron a cenizas, acusada de herejía e incluso de travestismo, pues también existen hechiceros. En 1634, en la Francia del rey Luis XIII, el Justo, y del todopoderoso cardenal Richelieu, en la pequeña localidad de Loudun, se registró un caso de posesión diabólica e histeria colectiva, entre las monjas enclaustradas en el convento de las ursulinas. La madre superiora, Juana de los Ángeles, resentida y contrahecha mujer, y las hermanas a su cargo, se sucumbieron a los sortilegios del sacerdote jesuita Urbain Grandier, arrogante, mujeriego y atractivo párroco de Saint-Pierre du Marché y canónigo de la colegiata de la Santa Cruz, quien se habría entregado al señor de las tinieblas con intención de dominar maleficios y satisfacer su concupiscencia.

En 1692, se entabló en Salem, Massachusetts, un juicio inquisitorial contra un grupo de mujeres, acusadas sin pruebas fehacientes de practicar, diablo mediante, ritos herméticos. Ese episodio, a causa de los desafueros e iniquidades inseparables de la obcecación, el absolutismo y los fanatismos timoratos, inspiró la creación de The Crucible (El Crisol, 1952), pieza teatral de Arthur Miller, conocida en español como Las brujas de Salem, brillante recusación del macartismo. De la introducción a su primer acto es este párrafo: «Con buenos propósitos, hasta con elevados propósitos, el pueblo de Salem desarrolló una teocracia, una combinación de Estado y poder religioso, cuya función era mantener unida a la comunidad y evitar cualquier clase de desunión que pudiese exponerla a la destrucción por obra de enemigos materiales o ideológicos […] toda organización es y debe ser fundada en una idea de exclusión y prohibición, por la misma razón por la que dos objetos no pueden ocupar el mismo espacio». No se requiere de extrema perspicacia para captar similitudes entre la involución castrochavista y lo expuesto en el texto del dramaturgo norteamericano alguna vez postrado al embrujo de Marilyn Monroe y su seductora fragancia Chanel N° 5.

Las Escandulfas y Zancandiles son banalizadas durante la fiesta de Halloween (contracción de All Hallow’s Eve: Víspera de Todos los Santos), jolgorio vinculado a la magia negra y a las ánimas errabundas, convertido, gracias a la prestidigitación mercadotécnica de Madison Avenue, en temporada de máscaras, cotillón y disfraces —el premio Pulitzer Bret Stephens, columnista del New York Times, confesó haber asistido de estudiante a una fiesta de Halloween disfrazado del período azul de Picasso—, a objeto de entusiasmar a los niños oligarcas e imperiales, se desgañitaría  a coro la plana mayor de la usurpación —de la boca hacia afuera, pues la brujería y el ñañiguismo avakuá, ¡Écue-Yamba-Ó!, son parte de su cubanización—, y ¡frivolidad burguesa!, en clave de loro contrapuntista, remataría Maduro, quien preferiría una salsera noche de Walpurgis tropical previa a sus largas pascuas, con tambor y cantos a Orisha, Babalú-ayé, ¡óyeme tú! Hay mucho de brejetería y emulación del american way of life en la rumba vernácula de Halloween, mas ello es inevitable si pensamos en el efecto globalizante de la televisión e Internet. Arpías de oficio en el país ha habido unas cuantas: la de Bello Monte, por ejemplo. Celebérrimas y muy cotizadas fueron sus pócimas para adelgazar; empero, ninguna cortesana de Satán es comparable con las camaradas, compañeras y combatientes socialistas, cuya sola presencia puede paralizar de espanto, mojón y brinco al más racional y escéptico de los individuos. Al oficio brujero llama santería el chavismo. Lo ejercitan, con blancos atuendos y rojos tocados, en el cuartel de la montaña.

El próximo martes 1° de noviembre conmemora la Iglesia Católica el «Día de todos los Santos», en memoria de personas fallecidas y milagreras presuntamente aposentadas en el cielo a la vera del Hacedor. La solemnidad fue creada a instancias del papa Gregorio IV, en tiempos de Luis el Piadoso o Ludovico Pío, rey de Aquitania y emperador de Occidente (siglo IX) destronado por sus hijos. Poco se sabe de las razones pontificias para instaurar una conmemoración tan inclusiva —según Peter Kreeft, apologista católico y profesor de filosofía del Boston College, «todos los creyentes son santos»—; tal vez le dio su santísima gana. ¿Cuántos son? Es difícil saberlo con exactitud. La edición del Martirologio Romano de 2005 contabilizaba 7.000 santos y beatos y la mayoría no son de devoción generalizada. Los últimos, conjeturo, estarán en filas de a dos, esperando les abran las puertas del cielo. En purga derivada del Concilio Vaticano II (1962), hubo recorte en el santoral, referido mayormente a la onomástica, no al censo. Seguramente jubilaron a los matusalenos porque santos viejos no hacen milagros. A San Prepucio no lo han dejado entrar aún, e Iñaki de Errandonea lo explica en Las Celestiales: «No sale del purgatorio/por culpa de un nombre sucio/un santo tan meritorio/como lo fue San Prepucio». En apostilla a la cuarteta, Miguel Otero Silva, alter ego del compilador, le atribuye al sacro varón feamente nominado amores con una tal Clítoris de Éfeso. En Venezuela tenemos un beato magnífico, José Gregorio Hernández, y un trío de monjas beatificadas, buenas para fomentar el turismo religioso —María de San José, Candelaria de San José y Carmen Rendiles Cisneros—, pero santos propiamente tales, ninguno; no obstante, el chavismo, como parte fundamental de su cruzada de idiotización y alienación ciudadana, alienta la veneración mágico religiosa a San Simón de la Santísima Trinidad, al santón de Sabaneta y al (in)maduro San Nicolás el moro, patrono de navidades adelantadas y misérrimos aguinaldos.

El 2 de noviembre, buena parte de la cristiandad —católicos, ortodoxos, anglicanos— se aboca a la oración por el eterno descanso de los fieles difuntos, y a rogar por la purificación de almas en pena; pero, en virtud acaso de cierto sincretismo cultural, no sólo luto, llanto y oraciones se escuchan durante el recordatorio. En México, se sufre y goza en grande y no corren lágrimas sino torrentes de tequila —el bonche fúnebre ha evolucionado al punto de incorporar al ceremonial un desfile en la ciudad capital, inspirado en el escenificado en la vigésima cuarta película de James Bond, Spectre (Sam Mendes, 2015)—. En nuestro país, la tradición se limita a misas y visitas a cementerios abandonados y administrados por saqueadores de tumbas y coleccionistas de huesos. Los camposantos ya no se congestionan como antes. Pasado mañana tal vez permanezcan semidesiertos. Sobran pábulos para justificar ausencias. El sube y baja de la pandemia. La falta de efectivo. La necesidad de ahorrar la poca gasolina conseguida tras quién sabe cuántas horas de atascos en bochornosas aglomeraciones. Impecunes y sin combustible, los dolientes no conseguirán trasladarse a las necrópolis; si lo hacen, quizá no tengan cómo adquirir flores y, embasurar los sepulcros. Al muerto poco le importa el ornato floral. Y hasta aquí llegamos: tiempo y espacio se agotaron, hechizos y sortilegios, mediante. ¡Vade retro!


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