Sumando los más personales, importa y mucho, agotar nuestros mejores esfuerzos para frenar y revertir la galopante disolución social que nos aqueja, partiendo de la propia e indelegable vida cotidiana que tanto indigesta de una lacerante resignación y sentimiento de extravío. E, igualmente, es importante, pero  no imprescindible, conquistar y ejercer la dirección del Estado  para echar las bases de una urgida reintegración social y anímica del país capaz de convertirse en soporte esencial y confiable de su liberación.

Inaudita diáspora aparte, quizá la naturaleza alcanzada por las relaciones vecinales y la generalizada corrupción de los condominios, la privatización del Estado a manos de funcionarios especializados en la extorsión, o el apogeo artificial de las contrastantes urbanizaciones comerciales, no ostentan la jerarquía y la fuerza de una perversa pedagogía, como  la del desenvolvimiento del tráfico automotor en las grandes y pequeñas ciudades, como en el medio rural.  Condicionándonos, ha alcanzado sendos niveles de anarquía, agresión, riesgo y peligro en un indecible contexto de deterioro que, contrario a la creencia de una llevadera continuidad, no es comparable a las épocas más remotas en las que hubo servicios metropolitanos realmente funcionales, una adecuada vialidad con defensas de aluminio y hasta un voluntariado escolar para contribuir al flujo peatonal de los semejantes.

Intentemos concertar una campaña surgida desde las bases ciudadanas para contrarrestar esa suerte de guerra civil que libramos en el asfalto, abusando del término, a objeto de difundir los valores de respeto, la tolerancia, la paz, la solidaridad, y comprometamos a las organizaciones de la sociedad civil y a todos  los partidos políticos de una evidente vocación democrática.  Desde el más elemental consejo hasta la más sofistica estrategia para el reencuentro, procuremos impulsar una cultura alternativa frente a la que desgraciadamente ha impuesto el régimen de las más variadas desintegraciones, a la vez, orientada a una convencida resistencia ante el Estado Comunal,  por cierto, el menos comunal que existe.

Recuperemos la dimensión nacional de un territorio ahora subastado entre la delincuencia y las mafias del poder, forzados al desarraigo de la propia localidad que habitamos. De insincera nomenclatura, hay instituciones de una antigua y extraordinaria extensión que ya no cuentan con representación alguna en buena parte del país, sus municipios y parroquias, únicamente actuantes en la ciudad capital.

El restablecimiento de las relaciones necesarias de cooperación y de un mínimo afecto, requiere del aporte de psicólogos y psiquiatras canalizados por sus respectivos colegios profesionales, a objeto de ofrecer una clara resistencia en definitiva frente a la intimidación y la violencia de un oficialismo que empuña armas que no requieren de bayonetas.  La reorientación discursiva de los partidos no supone que renuncien a las banderas de la oposición que, siendo muy frontal,  ha de apuntar y cultivar la esperanza, como en el testimonio de la humana convivencia de sus miembros.

Recurrente es el caso de aquellas conductas que son iguales o peores a las de los notables personeros del régimen que juran adversar, reproducidas hasta el cansancio en el seno de las organizaciones sociales y partidistas que ni siquiera acusan recibo del retrato psicosocial de los venezolanos que ha esbozado públicamente la UCAB, semanas atrás,  No referimos a una oposición que, por anómica, no hace oposición perfilándose heroica, sin el registro de hazaña alguna.

Limpia, clara y transparente, es en el seno de la sociedad civil donde debe brotar esa cultura alternativa que auspicie aquellas iniciativas políticamente específicas que rehagan el tejido social en cualesquiera ámbitos. Y, aunque pueda sorprendernos,  debemos nuevamente aprender a hablar.

@Luisbarraganj


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