No es secreto para nadie que la crisis socioeconómica, así como política, que atraviesa Venezuela tiene hoy día, y más que antes, una vigencia colosal interesante no solo en el  plano nacional sino también en el quehacer internacional. Crisis que también a su vez ha generado las cataratas que invisibilizan un tema que viene recobrando interés investigativo en la región y que es, de paso sea dicho, imperativo para los tiempos que corren en donde las libertades y los derechos humanos han quedado excluídos de la palestra debido al desinterés y la desfachatez con la que se trata al Estado social en Venezuela. Ese que como objetivo tiene salvaguardar la democracia, pero que en nuestro país está secuestrado.

Ahora bien, este artículo atiende principalmente la necesidad de escribir una reflexión sobre la política de guerra contra las drogas que ha mantenido Venezuela desde la IV República –con la Ley de Vagos y Maleantes– y que se ha agudizado aún más en nuestra historia contemporánea con la implementación, en primer lugar, del Dispositivo Bicentenario de Seguridad, luego con las Operaciones de Liberación del Pueblo y más recientemente con la intervención de las FAES en sectores populares de la capital, con el único objetivo de erradicar la violencia, el tráfico de drogas y el crimen organizado.

Sin embargo, estas dinámicas de represión solo han hecho patente el fracaso de las políticas sociales de la V República en materia de seguridad ciudadana y en materia de sustancias ilícitas. Vehicular el problema de las drogas desde un abordaje de seguridad a uno de salud y bienestar, es decir, de los polícias y la cárcel a los profesionales e instituciones de apoyo, debe ser objeto de debate dentro del ámbito político nacional para emprender, de una buena vez, la transición hacia nuevos discursos sobre las drogas, nuevas políticas reguladoras que puedan establecer, según el delito, sanciones administrativas en lugar de penales y organismos dedicados a la reparación de las víctimas del narcotráfico y economías ilegales.

La evidencia y los estudios recientes, sobre todo en barrios de Caracas, han dejado en claro que estamos lejos de un abordaje distinto al de prohibición y mano dura. Una evaluación rápida sobre la ejecución de las políticas de guerra contra las drogas revelaría el fallo que han tenido, no solo en Venezuela, sino en el hemisferio y que el discurso pronunciado por el expresidente estadounidense Richard Nixon en 1971 en el cual declaraba a las drogas como el enemigo público número uno, puede explicarse únicamente bajo el contexto que supuso la guerra fría. Por esta razón, nos parece sumamente necesario avanzar hacia nuevas narrativas que afronten la problemática de las drogas como un tema multifactorial y no como causa única de la violencia criminal que prolifera en los sectores pobres o con pobreza extrema.

La correlación de un efecto causal de las drogas sobre el aumento de la delincuencia y los delitos violentos ha sido asumida sin mayores reparos en la mayoría de las alocuciones oficiales en Venezuela, lo que acredita por antonomasia la necesidad de impulsar planes y estrategias de “prevención” pero que en la práctica se convierten en represión y persecución. De allí que varios investigadores de diversas latitudes, han coincidido en que la guerra contra las drogas al convertirse en amenaza, permite al Estado más manga ancha para descuidar derechos y libertades de la ciudadanía y para ampliar los poderes de la policía y de otros órganos de control.

Así, la publicación más reciente (Dicen que están matando gente en Venezuela) de Verónica Zubillaga y Manuel Llorens, autoridades académicas en el tema de violencia criminal y políticas de seguridad ciudadana en Venezuela, ha hecho énfasis en las ejecuciones extrajudiciales a cargo de los cuerpos de seguridad del Estado en sectores populares como la Cota 905 y la parroquia La Vega. Estos estudios, entre otras cosas, demuestran la ausencia de contraloría y seguimiento por parte de las instituciones dispuestas para tales fines, el temor y la zozobra que infunden los operativos en los habitantes de los sectores  y la violación flagrante de derechos humanos que suponen las arrestaciones arbitrarias, los secuestros y las ejecuciones injustificadas.

Esta lógica de los cuerpos de seguridad se inscribe justamente en la política de guerra contra las drogas, entendiendo que –claro está– esta terminología de guerra, hace imposible una aproximación racional a la cuestión de la violencia criminal, que se multiplica de manera vertiginosa y que más allá de una preocupación por la salud pública tiene por el contrario, –parafraseando a Noam Chomsky- mucho que ver con el control de la población y el mantenimiento de una normativa social y moral. La propuesta entonces sería buscar un sistema alternativo al represivo actual que paradójicamente nos ha llevado a la guerra, a la devastación y al allanamiento de los derechos y libertades.

Más allá de las ideologías políticas, la lucha contra las drogas emprendida por gobiernos con democracias formales tanto como por gobiernos con dictaduras férreas, encuentran un vértice de comparación en cuanto a la aplicación de políticas prohibicionistas de drogas desde una óptica penal y represiva. Ambos han dejado de lado la importancia capital que refiere este tema para el ámbito de la salud pública, la educación, la prevención adecuada, la asistencia social y la reducción de daños.

Es oportuno comprender que el comercio ilícito de drogas en sí mismo genera un impacto devastador en toda la región y Venezuela no se queda atrás. El narcotráfico nutre la criminalidad porque no es más que una pelea feroz por el dominio del territorio, en la cual la tenencia de armas juega un papel determinante. La corrupción vinculada al narcotráfico ha escurrido toda idea de justicia asociada al Estado Social democrático de Derecho, por el contrario ha profundizado daños, cobrado vidas y destruído el medio ambiente, en suma, se ha convertido en un problema endémico en casi todo el continente latinoamericano afectando con mayor énfasis a las zonas urbanas y rurales de escasos recursos.

La política de guerra contra las drogas y la represión de mano dura no conllevan a resultados satisfactorios ni a la disminución del uso y abuso de las drogas, mucho menos a la reducción del microtráfico. Muy por el contrario contribuyen al retroceso, a la ruptura del tejido social y al aceleramiento de la violencia criminal como una de las consecuencias directas del prohibicionismo. El trabajo impulsado por diversas asociaciones civiles, políticos, investigadores, organizaciones internacionales y ciudadanía en general debe seguir profundizando sus efuerzos, para que los nuevos paradigmas con respecto a las drogas también sean un punto primordial y fundamental en las agendas políticas de los gobiernos de turno.

Los obstáculos en el camino hacia la reforma de las políticas de drogas son abrumadores y diversos. Las burocracias tanto nacionales como internacionales han volteado su atención hacia otros asuntos, asumen que la guerra contra las drogas causa más bienestar que daño y prefieren continuar el modelo de prohibición, criminalización y represión. Tomando en cuenta lo anterior, en Venezuela se deberían emprender, con mayor rigor y compromiso, nuevos discursos y revisiones exhaustivas sobre las leyes que rigen el tema de las drogas (uso, fabricación, venta y distribución).Veinte años de involución sometidos al socialismo del siglo XXI sugieren que las políticas de mano dura y guerra contra las drogas favorecen los vacíos de poder que dan cabida a la hegemonía del narcotráfico, a las transacciones ilegales en los paraísos fiscales y por último a la deficiencia de la Ley para enfrentar el crimen organizado.

En conclusión, consideramos que los análisis e investigaciones hechos entre las distintas experiencias en diferentes países de la región, nos conducen a respaldar la necesidad de una transición hacia un modelo alternativo y multidisciplinario, un modelo que considere el principio básico que se establece en la Asamblea General de Naciones Unidas del año 2006, en el cual las personas tienen derecho a interponer recursos y obtener reparaciones por violación de Derechos Humanos; que entienda también que no todos los sujetos consumidores pertenecen al mundo de la violencia criminal y, por último, que las drogas constituyen un fenómeno social complejo que amérita de muchos actores y saberes científicos para un abordaje integral y adecuado.


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