Desde que los humanos decidieron comenzar a construir la historia –su historia-, se vieron en la necesidad de poner “orden en casa”, que es lo que significa economía. Y es eso lo que traduce literalmente la palabra griega Oikonomos (casa-en-orden). Administrar el orden de la praxis humana, ordenarlo, implica ir acumulando el trabajo de un modo concertado, organizado, adecuado, racional. Ese trabajo acumulado es lo que da origen al valor inmanente a la riqueza, a eso que se conoce como el capital. Adam Smith y Karl Marx coinciden de plano en esto: “El trabajo es la fuente de la riqueza de una nación”, o lo que es igual: “la riqueza de una nación no consiste en la abundancia de sus ingresos, sino en la abundancia de sus recursos”. No obstante, y si bien es cierto que toda época ha producido y acumulado capital, no es correcto afirmar que toda la historia de la humanidad ha sido capitalista, porque la determinación esencial de cada época es social y culturalmente particular, diversa y específica. La historia como totalidad, como ser social y conciencia social, es, al decir de Hegel, “la unidad de la unidad y de la no unidad”, la unidad de la diversidad. La unidad de la historia está en la diversidad de la historia, en la comprensión general (allgemeines Verständnis) de la lógica específica de cada objeto específico. El resto es ficción, manipulación de la opinión pública, mass media y redes sociales. Y es que, en efecto, sólo con la irrupción de la sociedad civil, durante la edad moderna, las diferentes formas de organización social comenzaron a ser percibidas y representadas por los individuos privados como un simple medio para lograr sus aspiraciones personales.

Por más que el actual sentido común -siguiendo en ello las manipulaciones y los prejuicios presente- pretenda considerar el quehacer político como el oficio de los incompetentes, cuya función consiste en la negación de toda función, cabe decir, en la representación del papel útil de lo inútil y del trastocamiento de lo verdadero en lo ficticio, o incluso como la más cercana aproximación a la trampa, la corrupción o el crimen, la verdad es que en la historia de la humanidad la política ha ejercido un oficio fundamental en y para el desarrollo de la vida social. La civilidad, el llamado “mundo civil”, la vida ciudadana, es el resultado de la praxis política, de la concreción de la koinonia politiké o de la comunidad política: el hogar del zoon politikón, la confirmación de su naturaleza inmanente. Los individuos aislados y centrados en sus propios intereses (los idiotes, según la definición dada por la cultura griega clásica) sólo pertenecen a la imaginación desprovista de fantasía, propia de “las grandes y pequeñas robinsonadas” de las que hablaba Marx en sus Grundrisse. Paradójicamente, ha sido durante la época en la que se ha generado el mayor grado de desarrollo de las relaciones económicas, sociales y políticas en la que ha surgido la representación del punto de vista de la existencia de individuos absolutamente aislados entre sí, cultores de la abstracción de lo privado y de la sustitución del pensamiento por la techné. Con lo cual, y roto el espejo del ethos propio del mundo civil, la praxis política pierde su centro neurálgico para quedar a merced de carroñeros cuyo propósito consiste en desmembrarla para poder usufructuarse de sus restos. Es verdad que el esfuerzo por dar cuenta de la historia puede llegar a ser un trabajo de contabilidad forense no pocas veces subestimado por la vulgata posmoderna. No obstante, se trata de una labor esencial, a la hora de determinar los procesos, mecanismos y montos del descomunal saqueo material y espiritual al que ha sido sometida la Venezuela de este oscuro período gansteril.

Ya es inocultable el hecho de que el quehacer político de la época ha sido penetrado, en todos sus ámbitos y como nunca antes en la historia, por una banda de criminales provenientes del extremismo izquierdista que se fue transmutando en gansterato, es decir, en un régimen totalitario y tiránico -aunque revestido por las formas abstractas propias de los regímenes democráticos- conducido por delincuentes, quienes lograron dar cumplimiento al sueño dorado del ascenso social mediante el asalto abierto y directo del patrimonio de todos los venezolanos. De manera que no por el hecho de que en otros tiempos existiera el crimen y que éste incursionara en el ámbito de lo político, se trata del mismo escenario. Así como la producción de capital a lo largo y ancho de la historia no implica la existencia perennis del modo de producción capitalista, del mismo modo la existencia histórica de las incursiones del crimen en la praxis política no implican ni la identificación mecánica de la una con el otro ni su condición genérica. Más bien, se trata de una determinación específica, inédita, como nunca antes se había manifestado en la historia de la humanidad. La política, en el estricto sentido clásico del término, es decir, la política hecha por los políticos en funciones políticas, como servidores públicos, ha sido desplazada de su eje, de su centro de masa, para ir siendo ocupado por poderosos carteles internacionales que, en nombre de las formas políticas tradicionales y de sus viejas banderas de lucha, se enriquecen grosera y grotescamente, sin ningún tipo de escrúpulo y con el mayor cinismo. Se trata de un modelo de gobernar con un éxito relativamente importante a lo largo y ancho de América Latina, Norte América y Europa. Un modelo, por demás, que ha planificado no sólo la implosión de Occidente mediante la promoción masiva de la narcodependencia, sino la desaparición misma de la idea general del ethos político inherente a la democracia.

Buena parte de la dirigencia política actual, todavía persiste en señalar que el gansterato que mantiene secuestrada a Venezuela es una dictadura o, incluso, hay quienes la califican como una “dictablanda” de Izquierda. Estos últimos son, por cierto, los más ignorantes. Algunos analistas prefieren referirse a los secuestradores en cuestión como si se tratara de un régimen totalitario o de una tiranía. Y tanto los unos como los otros califican a los sectores políticos que aún se mantienen en pie de lucha -y a la luz de sus respectivos modelos de asumirla- como “la oposición democrática” al régimen. Observaba Hegel que comprender quiere decir superar. El único modo de superar un problema es comprendiéndolo a fondo, desde sus raíces. Con el debido respeto, y como consecuencia de la insostenibilidad de la actual situación de crisis orgánica que padece la sociedad venezolana, ha llegado el momento de comprender que los tradicionales modelos de interpretación del actual fenómeno político no pasan de ser eso: “modelos” o esquemas instrumentales que no se compadecen con la realidad efectiva de las cosas. No se trata de la realiter sino de la Wirklichkeit. Ni del Objekt sino del Gegenstand. Por eso mismo, es necesario remontarse desde el entender hasta el comprender.

La criminalidad del gansterato es perversamente polimórfica y polisémica -piénsese en la neo-lengua, generadora de pobreza espiritual. Criminalidad que ha sido durante años introducida progresivamente a través del poder de influencia de los mass media, incluyendo los medios masivos de comunicación y las redes sociales, que están a su servicio. No se puede seguir promoviendo la imagen según la cual el delincuente o el adicto son una suerte de iconos sociales y, mucho menos, sentarse a esperar que ocurra un milagro, en nombre de “la esperanza”, ese demonio oculto en la caja de Pandora. El crimen se ha vuelto norma y la trampa ha sustituido al mérito. El fenómeno creció en la llamada “Agenda pública” latinoamericana en las últimas tres décadas, promovida, primero, por los restos de los movimientos subversivos y, poco después, por el Foro de Sao Paulo. Las afecciones que ha producido en la economía, en el desarrollo cultural y social y en la vida política del continente, son devastadoras y han terminado por erosionar severamente no sólo la estabilidad de prácticamente todos los países de la región -especialmente de Estados Unidos- sino que los han desordenado (¡oikonomos!) y empobrecido material y espiritualmente, conduciéndolos a la adopción de la violencia como si se tratara de un modo “natural” de vida. La criminalidad no ha secuestrado tan sólo a Venezuela: ha secuestrado al ser y a la conciencia sociales del tiempo presente. “Quien roba una aguja, roba un cordero”, advierte un antiguo refrán.

La llamada “oposición” no se enfrenta contra (gegen) su término opuesto correlativo. La gansterilidad hace tiempo que renunció a ese derecho. Como theoria y praxis, la política, ahora, se enfrenta contra “algo” distinto, diferente, inédito. La política tiene que recuperar su condición de política, enfrentar al delito y superarlo. La confrontación, en consecuencia, no puede ser asumida según las formas adecuadas a la acción política convencional o formal. Con un ganster no se llega a acuerdos ni  convenimientos, ni se compite en elecciones, ni se les pide conformar una coalición para formar un “gobierno de transición”. A un ganster se le pone en prisión, porque quien ha cometido un crimen y ha violado la oikonomía del ser social ha perdido sus derechos ciudadanos. Es el derecho contra el delito, no la venganza sino la penalidad que honra al delincuente al respetarle sus derechos y, al mismo tiempo, reivindica la función de la justicia. El fin de la criminalidad es la reconciliación de la política y de la justicia consigo mismas.

@jrherreraucv


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