Lo que mal comienza no puede tener un buen desenlace. Una inmensa mayoría de venezolanos se deslumbró por la designación de Juan Guaidó como presidente interino que hizo la Asamblea Nacional de Venezuela (2015-2020), el 23 de enero de 2019. El paroxismo llegó a decibeles inimaginables cuando el gobierno de Estados Unidos lo reconoció inmediatamente, bajo el liderazgo de su entonces presidente, Donald Trump, que -a su vez- causó un significativo apoyo internacional a ese reconocimiento.

Tuvieron que pasar 8 largos meses para que la Asamblea Nacional (AN) tomara una iniciativa ante la fraudulenta y, por consiguiente, ilegítima reelección de Nicolás Maduro como presidente de la República el 20 de mayo de 2018, cuyo mandato constitucional vencía el 10 de enero de 2019, pecando así por omisión cuando procedió a actuar después de que Maduro juró el cargo. Transcurrió ese lapso con un impune presidente en ejercicio (aunque no válidamente reelecto) cuya destitución debió solicitar el órgano legislativo de conformidad con la norma 222 constitucional que le atribuye el control parlamentario y declarar la responsabilidad política del presidente.

Prefirió el parlamento esperar la juramentación de Maduro para sostener luego que no había presidente electo, en una interpretación muy sui generis del artículo 233 CRBV. Así, con esa extraña base argumental, vio luz el interinato bajo esa premisa contenida en el artículo 8 del Estatuto de la Transición, que indica: “El evento político celebrado el 20 de mayo de 2018 no fue una legítima elección presidencial. En consecuencia, no existe presidente electo legitimado para asumir la Presidencia de la República Bolivariana de Venezuela para el período 2019-2025”. Pero como se ha indicado, teníamos desde entonces hasta el 10 de enero de 2019 a Maduro como presidente en ejercicio de su primer mandato.

Procedía, por tanto, poner en falta al régimen por esa reelección fraudulenta del 20 de mayo de 2018; un hecho que revestía carácter penal, y por consiguiente, era necesario activar el proceso de antejuicio previsto en el ordinal 2 del artículo 266 CN, que establece: “Son atribuciones del Tribunal Supremo de Justicia:…2. Declarar si hay o no mérito para el enjuiciamiento del Presidente o Presidenta de la República o quien haga sus veces, y en caso afirmativo, continuar conociendo de la causa previa autorización de la Asamblea Nacional, hasta sentencia definitiva”. No se hizo, ni ante el TSJ en el exilio ni ante el TSJ oficialista.

Todo esto independientemente de la decisión del llamado TSJ en el exilio, tan legítimo como ineficaz, electo por la AN (2015-2020), que condenó a Maduro a 18 años, lo declaró inhabilitado políticamente por el tiempo que dure la pena y lo destituyó del cargo; decisión esta respaldada por la AN que también lo destituyó en agosto de ese mismo año, ratificando el acuerdo del 7 de enero de 2017, antes de la reelección, en el que había declarado el abandono del cargo a Maduro. Todo un menjurje.

Ejerciendo sus funciones constitucionales bien pudo la AN llevar con sindéresis una posición política que la mantuviera como el referente histórico de un antes y un después en la vida política del país, pero no fue así, prefirió obviar los preceptos constitucionales tal como lo está repitiendo hoy con otra pirueta para quitarse la piedrita en el zapato de un interinato al que le dieron vida y con el que cogobernaron mientras les fue útil. Fueron leales hasta que dejaron de serlo, como diría Luis Herrera.

Se dirá que el asunto era más de naturaleza política que jurídica. Diferimos de ese criterio, pues solo conservando la constitucionalidad de sus propios actos es como puede tener la Asamblea Nacional la autoridad política de exigir el cumplimiento de la Constitución.

El empecinamiento en mantener esta decisión solo puede explicarse porque se sienten “guapos y apoyados”, como reza el refrán. En este caso, tanto por el oficialismo como por el gobierno de Estados Unidos, que arrastra consigo al resto de países que respaldaron a Guaidó. No es poca cosa cuando se alinean los planetas; solo así se podían resolver los dos escollos que ambos gobiernos debían superar para concretar sus respectivos objetivos: la desaparición del gobierno interino y la legitimación electoral de Maduro como consecuencia del dejar hacer dejar pasar de una plataforma democrática que ya tiene en sus alforjas el previsible consenso candidatural.

No hay otra forma de entender la pretensión de la AN de seguir siendo legítima y ya no lo sea el interinato (que acaban de hacerlo añicos), partiendo de la misma fundamentación: la ilegitimidad de la AN electa en 2022 y la ilegitimidad de Maduro reelecto en 2018. Debería entonces autodisolverse. Solo así podríamos construir una verdadera oposición en Venezuela. Háganle ese gran favor al país.

@vabolivar


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