Finalmente, parece que el gobierno decidió dialogar en serio con el sector económico privado del país, como parte principal de la iniciativa –edulcorada y grandilocuente– de “diálogo, paz y reconciliación” emprendida desde los espacios de la  Asamblea Nacional paralela instalada el 6 de enero. Hay razones para creer, efectivamente, que esta vez sí hay voluntad política detrás de este encuentro y que no se trata de los acercamientos exhibicionistas que Maduro, imitando en esto a Chávez, ha realizado en el pasado. Una de esas razones está en aquello que los semióticos llaman el lenguaje de los gestos: por primera vez los representantes del régimen se apersonaron a la sede de Fedecámaras, rompiendo una especie de norma de asepsia revolucionaria impuesta tempranamente por el iluminado de Sabaneta.

Sería de ciegos no observar que hay una gran congruencia entre esta iniciativa y los anuncios de privatización de ciertas empresas del estado que han trascendido últimamente, y, sobre todo, con las políticas de liberación del control de cambio y de precios que se vienen aplicando desde hace un par de años, así como el indetenible proceso de dolarización. De buenas a primeras, puede deducirse que en todo esto hay una decisión deliberada y estratégicamente concebida de un tiempo para acá, lo cual no deja de ser sorprendente cuando se trata un régimen para el cual la economía siempre ha sido algo adjetivo y secundario, signada por la improvisación, el voluntarismo, los arrebatos de vindicación social  y  la convicción de que nuestro maná particular –el oro negro– hacía innecesario todo esfuerzo productivo sistemático, y mucho menos el concurso del sector privado, enemigo jurado, además, de la soberanía de la patria y del socialismo.

Lo cierto de todo es que el régimen, por primera vez en dos décadas de dominio –y obligado en buena medida por las duras restricciones ocasionadas por las sanciones– está tomando decisiones con arreglo a una racionalidad económica y no exclusivamente con arreglo a la racionalidad política, independientemente de que el objetivo principal y último de este viraje sea, justamente, conservar el poder. Después de haber arruinado el aparato productivo del país (más de 10.000 empresas han desaparecido en 20 años, según los informes de Conindustria), y llevado a la debacle a importantes empresas del estado, incluyendo a la gallina de los huevos de oro, al régimen no le ha quedado más remedio que entrar en la dinámica del estímulo a la competencia, asunto considerado herético hasta hace poco.

De ahora en adelante –si no hay un frenazo o un retroceso, algo que parece difícil pero que no es imposible en los regímenes populistas autoritarios de este estirpe– sus voceros y funcionarios tendrán que entenderse con términos y conceptos que les eran completamente desconocidos, como productividad, eficiencia, costos de producción, tasas de ganancia, y tantos otros, y los ejecutivos y gerentes de las exempresas del Estado ya no podrán ser los generales y coroneles más serviciales, ni los familiares, las amantes y hombres de confianza de los líderes del partido, sino tecnócratas y gerentes preparados, muchos de ellos –si se confirman los rumores– de consorcios internacionales y, con suerte,  consorcios nacionales (esto, por supuesto, será también relativo, sobre todo si el modelo de inspiración que se termine imponiendo –como razonablemente es de esperar– es el ruso y no el chino, entre los cuales median diferencias notables).

Este cuadro de cosas ha creado en muchos sectores opositores preocupación y desconfianza por la participación de Fedecámaras en el diálogo, y su eventual incorporación en este nuevo esquema económico, llegándose a sugerir que es inconveniente y hasta desleal con la lucha democrática. Aunque es natural que existan estas inquietudes, consideramos que, en líneas generales, son injustas, y además  incurren en juego adelantado. Son injustas, en primer lugar, porque en las actuales condiciones de ruina económica y depauperación para el empresariado sería suicida no buscar una forma de arreglo y entendimiento con el patrón que establece y cambia a su arbitrio todas las reglas de la economía; y no solo eso, sino que sería un verdadero contrasentido cuando la dirección de las políticas en liza va en dirección justamente de lo que se ha venido defendiendo y luchando: una apertura económica donde recaiga en el sector privado el peso principal en la generación de la riqueza.

Al rechazar a priori el diálogo, por otra parte, se incurre en juego adelantado, porque no está para nada claro, todavía, cuál es el carácter de la apertura que se va a realizar, y mucho menos el papel asignado en él al empresariado nacional. La aprobación de la Ley Antibloqueo sugiere, en principio, una preferencia por el capitalismo depredatorio tipo ruso, donde el protagonismo principal estaría en consorcios extranjeros, asociados seguramente a los aliados del gobierno (China, Rusia, Turquía, Irán, y quizás algún país árabe) y en menor medida en consorcios nacionales bajo control directo de los hombres fuertes de la dictadura,  situación esta última que, de hecho, ya rige en el país desde los tiempos de Chávez. Si es así, el papel del empresariado nacional sería muy limitado y modesto, más allá de ciertos estímulos para recuperar su producción. Pero aquí estamos, hay que insistir, en el puro terreno especulativo.

El otro punto polémico en todo esto -y que sin duda estará en el centro del debate- es el grado de estabilidad política que eventualmente estaría ganando el régimen con estas reformas económicas. La verdad es que sobre este espinoso tema es poco lo que se puede dar por cierto. Especialmente porque en vista de la caída abismal de la economía venezolana (desde el 2013 el PIB se ha reducido en dos terceras partes, cifra que solo se ve en los países en guerra) los beneficios sociales y las mejoras en la calidad de vida del venezolano tardarán años en reflejarse, y en un escenario de este tipo el descontento social obviamente no se disipará tan fácilmente. A lo sumo, puede inferirse que, con los recursos que capte, el gobierno  equilibrará un tanto sus cuentas, y quizá pueda restituir ligeramente su capacidad redistributiva a los sectores sociales cautivos, mermada dramáticamente en los últimos años, como se observa en el virtual colapso del CLAP; pero este es un tema que es preferible dejárselo a los economistas.

Haría bien la oposición, en definitiva, en no dejarse sugestionar por la tesis – muy propia del más burdo economicismo marxista -de que el deterioro de las condiciones económicas y sociales necesariamente produce descontento e inestabilidad política. No en balde tanto Chávez como Maduro (Giordani dixit) han apostado a la pobreza como la más eficaz forma de dominación. La restauración de la democracia, por tanto, es algo que estará más supeditado a la articulación de fuerzas cívicas y sociales de la Venezuela profunda, a la existencia de una estrategia correcta y unitaria, y a la debida concertación y apoyo de los países libres y democráticos de la región y el mundo.

@fidelcanelon


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