Si existe algún calificativo para este convulso 2020 es el de incertidumbre. Una lejana ciudad china verificaba a finales de 2019 una extraña y letal neumonía; sin embargo, el Partido Comunista Chino se encargó, como es su costumbre, de sesgar las cifras y de aplicar una política de opacidad, que hicieron nimio al mundo frente a los riesgos de una pandemia global, que ponía a todo el planeta contra las cuerdas, un virus que se transmite a través de las dinámicas de socialización mínimas, en un mundo cada vez más interrelacionado.

La crisis sanitaria del Lejano Oriente, se encontró con un mundo occidental que extendió la gravedad, que no comprendió los rigores de los aislamientos y por primera vez en la historia moderna, Europa reeditó un caos cercano al vivido durante la II Guerra Mundial, una pandemia silente, que deja sin aliento a la poderosa Unión Europea, que somete al miedo general a las sólidas economías de los países industrializados. La respuesta no se hizo esperar, primero el desplome de más de 20 puntos en la bolsa de valores de Estados Unidos, la contracción superior a 12% en las bolsas europeas, la paralización y, también de manera inédita, la necesidad de que epidemiólogos y macroeconomistas se sienten para hacer coincidir las ecuaciones diferenciales del contagio y el tan temido factor de replicabilidad (R0) y la capacidad en términos del tamaño fiscal de las economías del mundo para financiar los aislamientos sociales, es decir, la adaptabilidad del tamaño fiscal de las economías para financiar el aplanamiento de la curva y aplicar medidas paulatinas de flexibilización. Sin embargo, el Fondo Monetario Internacional, a pesar de aceptar que las economías de los países desarrollados poseen mayor radio de acción para aplanar la curva de contagios, pronostica una recesión económica superior a la vivida en 2008. Es esta incertidumbre la que también termina por derrumbar los precios a futuro del petróleo WTI hasta llevarlos a valores negativos. El mundo en desarrollo debe cargar con sus falencias domésticas en términos de bienestar, pero además con las limitaciones de los tamaños fiscales de sus economías para hacerle frente al aplanamiento de la pandemia del covid-19.

En medio de esta incertidumbre global, durante la eclosión de esta infección respiratoria que es implacable y que ha logrado hacer dormir a Nueva York, dejar sin devotos a la Plaza de San Pedro, sin peregrinos a la Meca y desolada a Europa, hasta el punto de que el pulso diario del planeta ha recreado imágenes de la fauna ocupando los espacios antes negados por las actividades cotidianas propias de la dinámica de la producción, los rigores de carácter político siguen afectando con la amenaza del contagio a los conflictos en la violenta Yemen, a la desgarrada Siria, a la convulsa República del Congo, al desmembrado Sudán, así como a la frenética República Bolivariana de Venezuela, otrora paradigma del mundo en desarrollo, hoy convertida en un escombro, sin la ocurrencia de un conflicto bélico o una tragedia natural, pero trocada en el horror a causa de la permanencia en el poder de una hegemonía inmisericorde que es captora de más de 30 millones de rehenes.

La epidemia es recibida por Maduro con su caja de herramientas cuarteleras, así se crea una comisión estratégica para luchar contra el coronavirus y mantener emplazados los frentes de una inmaterial guerra económica, la guerra contra la nada, el delirio de Polifemo; así, pues, el dólar en Venezuela pasó de criminal a ser aceptado con beneplácito como mecanismo nimio, para un control de precios que hace oficial la hiperinflación y promete rescatar para la opinión pública el fantasma del desabastecimiento y la escasez, con el componente de la amenaza de ser contagiados, intentando sobrevivir a nuestro reto doméstico de soportar al socialismo, de hacerle frente a los fines de contener los atropellos hacia nuestra integridad y dignidad.

Venezuela ostenta cifras alarmantes en materia macroeconómica, la caída de 67% del PIB, la sostenida hiperinflación, un doloroso proceso de supresión de cualidades monetarias al bolívar y el subyacente proceso de dolarización asimétrica y transaccional, que embrida desigualdad y expone a las capas de la sociedad más vulnerables a un intercambio terrible, entre calmar el hambre o contagiarnos. Nuestras historias grotescas contienen que el salario mínimo, anclado al petro, desde 2018 se ha convertido en una referencia irrelevante, pues el trabajo como institución social está absolutamente desmantelado en la vulnerable Venezuela socialista, de 2 dólares pasamos a ganar 4 dólares al mes, es decir, con el esfuerzo de un mes difícilmente se pueden adquirir un corte de carne de un kilogramo y un kilogramo de queso, un mercado mínimo en el país requiere 22 salarios mínimos, es así como el hambre imposibilita la tan aclamada política de aislamiento.

La falta pertinaz de combustible como consecuencia de la contracción de la capacidad de producir gasolina o importarla, solo ha contribuido a afectar los niveles de movilidad, pero el aislamiento es imposible y otra historia grotesca de la cuarentena es la creación de una zona desregulada en el extinto mercado de un combustible “gratis”, que por causa de la arrogancia en los controles del precio de la gasolina la han hecho escasa y costosa, la más costosa del mundo, en medio del derrumbe mundial en el precio de los energéticos. Así, pues, Venezuela es un manual de malas praxis.

Sigue preocupando la posibilidad de un brote, estando en las peores manos. Estamos encerrados, sin servicios públicos, somos náufragos, sin información y a merced no de un mal gobierno, sino de un gobierno para el mal. La cuarentena ha revivido el fantasma de los controles, el riesgo de las confiscaciones y expropiaciones que nos exponen, somos un país con hambre y sin propiedad, es decir, un oxímoron de la propuesta de Amartya Sen. La propiedad garantiza el bienestar, el progreso, la producción y desvanece la amenaza del hambre, el socialismo incompatible con la libertad y con la dignidad, produce miseria y hambre, para garantizar control social.

Venezuela vive horas aciagas y se enrumba en este barco, entre Escila y Caribdis, el dilema entre morir de hambre o contagiarse, el más grotesco de nuestros cuentos de la cuarentena.

Finalmente, quiero cerrar este artículo con una frase de la filósofa Hannah Arendt, quizás por ser ella quien demostrase palmariamente que el mal no es banal, ni nimio, sino corpóreo y compatible con el totalitarismo: “Bajo condiciones de tiranía es más fácil actuar que pensar”. Entonces, empujemos los caminos hacia la libertad, para estar inoculados contra el mal y la perversión y así poder estar listos para mantenernos indemnes frente a los riesgos de esta pandemia.


El periodismo independiente necesita del apoyo de sus lectores para continuar y garantizar que las noticias incómodas que no quieren que leas, sigan estando a tu alcance. ¡Hoy, con tu apoyo, seguiremos trabajando arduamente por un periodismo libre de censuras!