El filósofo Platón fue, entre todos los pensadores de la Antigüedad griega clásica, el que más y mejor hizo énfasis filosófico en torno a ese extraño e inasible sentimiento humano que hace nido en la mente y el corazón de los seres humanos, contribuyendo de modo sustantivamente decisivo con un giro copernicano sin precedentes al proceso de hominización de la especie sapiens en su interminable tránsito por orbe terráqueo.  Un entusiasmo vital más fuerte que el amor inclusive; más imperecedero e invencible que la muerte, cuando es genuino y auténtico.

Quince años después de la muerte de Sócrates, el pensador y filósofo griego Antístenes fue quien mejor reflexionó en relación con “el papel de los poetas y la poesía en la educación de los jóvenes”; pues la episteme (saber, conocimiento) y la doxa (opinión, criterio coloquial popular) son susceptibles de enseñanza y transmisión solo a condición de que exista un nexo o vínculo previo de carácter amistoso entre el maestro y el discípulo.

Gracias a los maestros griegos de la Antigüedad, Antístenes, Jenofonte, Esquines, Fedón, la amistad y el eros trascendieron como ejes transversales de la constitución de una verdadera “pedagogía del amor” en el sentido primigenio socrático del término. ¿Qué otra cosa quiere significar el prefijo griego filo sino amor en la acepción platónica de filía donde se advierte una equivalencia entre amor y amistad? El eros platónico, es decir socrático, es la bisagra que une en una inextricable fenomenología de la pulsión amorosa/amistosa a dos seres que se simpatizan en una permanente seducción reciprocante.

Según los datos que han llegado hasta nosotros, por la vía de nuestras investigaciones histórico-filológicas y de nuestras excavaciones arqueo-bibliográficas el filósofo Antístenes, de quien me siento filialmente heredero desde el punto de vista filosófico, era veinte años mayor que Platón, que en lengua ateniense significa “el de las espaldas anchas”.

Antístenes fue un maestro de retórica y dejó una prolífica obra sobre asuntos mundanos y amorosos relacionados con la poesía y la pedagogía y su relación con la vida de los hombres en la ciudad. Según Diógenes Laercio en su monumental Vida de filósofos ilustres Antístenes dejó escritos unos sesenta títulos. Es uno de los invitados en el Banquete de Jenofonte, junto con Apolodoro, que si hemos de creer a la historiografía antigua se puede fechar hacia el año 422 a. C.

La amistad, y también la amistad intelectual, entre dos seres amantes de la búsqueda del saber y del conocimiento –si es genuinamente auténtica– es el vínculo más sagrado, irrompible e imperecedero llamado a trascender los años, siglos y milenios que dos personas podrían dedicarse a cultivar y abonar y cuidar durante toda su humana existencia. La verdadera amistad se yergue y empina por encima de los bajos y abyectos sentimientos subalternos que siempre acechan la pureza metafísica del afecto impoluto de dos seres que se quieren y se respetan mutuamente pese a las naturales y obvias diferencias que toda relación es susceptible de conllevar consigo.

Soy un ferviente devoto cultivador de la amistad  y del amor y por eso me siento una rara avis en los turbulentos y polucionados cielos de un país tomado y cautivo del odio y el escarnio. Mi amigos –que son legión– fallecidos siempre viven (presente) y vivirán  per secula seculorun, en mí como una sagrada prolongación de ellos en mi personalidad. Yo también soy ellos. De mis amados amigos ausentes físicamente, se entiende, dignos de mencionar en estas líneas destaco sin ningún orden de prioridad ni jerarquía de importancia a: José Manuel Briceño Guerrero (filósofo y filólogo), Salvador Garmendia (escritor), Renato Rodríguez (escritor), Elí Galindo (poeta),  Gilberto Ríos (poeta), Ángel Cappelleti (filósofo), Harry Almela (poeta), Armando Rojas Guardia (poeta), María Cristina Solaeche (poeta y ensayista), Alcides Moreno (comerciante), Dámaso Pérez (sociólogo), Martín Antonio Rangel (político) y un extenso etcétera que sería ocioso y latoso mencionar en esta breve crónica. Ellos sembraron en mi inquieto e irredento espíritu irreverente e irreductible valores sustantivos de la más elevada sensibilidad y culto a la razón crítica. A ellos toda mi eterna gratitud.


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