¿Es realista asumir la materialidad de una relación simétrica y congruente entre quienes toman decisiones en el ejercicio de cargos de elección popular y aquellos que han sido sus electores? Lo que sabemos es que se ha dado por hecho que los elegidos al quedar sometidos al control parlamentario de sus actuaciones –hablamos del régimen republicano–, serán responsables de sus decisiones traducidas en políticas públicas, acuerdos y medidas cumplidas. También sabemos que las estructuras de representación popular usualmente no responden a las expectativas del elector en cualquiera de los niveles de organización social –vecinal, municipal, estadal o nacional–, aún cuando se trate de ensayos de democracia directa –sin duda escasos o poco perceptibles–, incluso cuando se pretende alcanzar mayor transparencia, comprensión y accesibilidad del ciudadano a las etapas que anteceden la toma de decisiones trascendentes para la comunidad.

Pero el problema se hace aún más complejo para las democracias contemporáneas, cuando avanzamos sobre las escalas regionales y globales que interconectan a las naciones civilizadas. La gobernabilidad interna, puede escapar por razones diversas al control efectivo que está llamada a ejercer la administración pública –igual puede perder la anuencia de gobiernos democráticos que ejercen mayor o menor influencia mundial o hemisférica–. Las comunidades nacionales a través de la acción gubernamental deciden y adoptan políticas públicas aplicables a sus respectivas jurisdicciones –una potestad excluyente de toda injerencia externa, como suele admitirse, aunque no siempre exenta de revisión en las instancias apropiadas, sobre todo cuando median tratados internacionales válidamente suscritos o se ponen a riesgo los derechos humanos y la estabilidad hemisférica–. Y esto último tiene un significado importante en la medida que –en términos generales– las decisiones tomadas por instituciones supranacionales como pueden ser la Unión Europea, la Organización de Estados Americanos o incluso el Fondo Monetario Internacional, terminan afectando las aspiraciones de las mayorías nacionales. Otro motivo por el cual la simetría y la congruencia de que hablábamos en líneas anteriores no parece ser enteramente realista.

Entre los demócratas y cultores del republicanismo contemporáneo prevalece la idea del consenso ciudadano que legitima el libre ejercicio de la función pública por quienes han resultado favorecidos en procesos electorales transparentes, debidamente consumados e inobjetables por lo que se refiere a resultados numéricos y tendencias. El sistema exhorta al ciudadano a expresar su voluntad y de tal manera conferir facultades a quienes aprueban leyes y toman resoluciones de gobierno que inciden sobre la vida económica y social de la nación. Así el gobierno bajo la regla de la ventaja se instituye sobre el principio de que las resoluciones avaladas por el mayor número de votos, deben prevalecer; pero aquí se antepone una norma de ponderación, de cuya aplicación en la práctica dependerá lo que llamamos gobernabilidad democrática: las condiciones mínimas que favorecen la acción de gobierno, dentro de las cuales necesariamente debe contemplarse el respeto a los derechos de las minorías, la tolerancia del pensamiento alternativo y la cooperación entre todos los actores de la sociedad –el gobernante no debe serlo para una parcialidad política, antes bien, está llamado a regentar la nación en nombre y beneficio de todos sus habitantes–. Volvemos a tropezar con el tema de la interconexión nacional, regional y global. Por ejemplo, en materia de derechos humanos ¿a quién efectivamente responden los causantes, a las instancias internas de cada país o a los organismos internacionales encargados verificar el cumplimiento de los acuerdos y normas o de actuar sobre las denuncias? Otro asunto que trasciende los límites jurisdiccionales tiene que ver los refugiados. Y por lo que se refiere al sostenimiento de los principios y valores de la ilustración, aunque su vulneración tenga lugar en el plano interno, la comunidad de naciones democráticas en ocasiones se sentirá plenamente acreditada para actuar en consecuencia –pese a que la mitad de los gobiernos representados ante las Naciones Unidas son de naturaleza autocrática–. Sin duda se han intensificado los niveles de interacción e interconexión entre los Estados-Nacionales y sus equivalentes en la escala internacional. Se han estrechado las relaciones sociales de modo tal que nos encontramos ante una nueva dimensión de la actividad económica, del comercio y de los servicios. Y en términos generales, la política interna no escapa a lo que venimos comentando.

Vayamos al caso venezolano de nuestros días aciagos. Vivimos bajo los efectos de repetidos errores incurridos por una clase política que no ha sido consecuente con las máximas aspiraciones de la sociedad venezolana –esto parece obvio–. Se ha perdido la República no solo por la acción ilegítima de oscuros agavillados, sino también por la imperdonable omisión de quienes tuvieron más de una oportunidad para hacer valer la legalidad democrática –se habla incluso de pactos inconfesables y del predominio de intereses creados que anulan toda posibilidad de restituir el Estado de Derecho y devolver el sosiego social–. La crisis venezolana se ha convertido en problema de alcance hemisférico; una sociedad civil que presiona la salida a través de elecciones generales libremente convocadas y realizadas –con pleno respaldo de la comunidad de naciones democráticas–, y un régimen enteramente aislado, que se muestra incapaz de resolver los problemas que agobian a la población y que por razones más jurídicas que políticas (énfasis añadido), ha sido sometido a severas sanciones.

La salida de la crisis –en ello hemos insistido más de una vez en este mismo espacio– no es otra que el acuerdo político entre las partes involucradas, lo cual incluye necesariamente a la comunidad de naciones –el carácter hemisférico que ha adquirido el conflicto, así lo exige–. Un acuerdo diáfano, congruente y realista, antes que una de esas maquinaciones ineficaces propuestas por el régimen en connivencia con quienes –sin tenerla realmente– se autoatribuyen la representatividad de las mayorías nacionales, aquellas que claman por el cambio político de fondo. Y en tal sentido, las elecciones libres, más que un fin en sí mismas –entiéndase bien, no se trata de votar simplemente como proponen algunos, sino de elegir al verdaderamente deseable para las mayorías–, son el camino para lograr el único propósito que hoy mueve al ciudadano común: el restablecimiento de la República civil y su gobernabilidad democrática, con todos sus atributos y posibilidades de mejorar el actual estado de cosas, vale decir, nada de medias tintas, ni de caminos pausados que solo prolongan la agonía de un pueblo que sufre y espera mucho más de quienes aspiran obtener su consentimiento.


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