Era previsible que el diálogo estimulado por Noruega en Barbados se fuera a pique y no produjera ningún avance. Previsible porque no está ni en la naturaleza del régimen ni en el interés de Maduro llegar a ningún acuerdo, porque hace mucho tiempo decidieron que no abandonarán el poder por decisión propia. La cuestión fundamental, dicha hasta la saciedad, pero que todavía reclama ser repetida, es que el poder hace un uso táctico del diálogo: es un modo de ganar tiempo y simular, ante las audiencias internacionales, que mantienen alguna dosis de buena voluntad y disposición para buscar una salida a la creciente debacle venezolana.

A los demócratas nos toca entender las razones de fondo, cuyo resultado es la inviabilidad del diálogo. Una de esas razones es que Maduro y su banda viven en una burbuja política, social y económica. No están en contacto con lo que llamamos “la realidad”. El vínculo que mantienen con lo real ocurre a través de reportes verbales e informes escritos que falsean los hechos y ocultan las condiciones de hambre y pobreza generalizada que afectan a 90% de las familias venezolanas. Sus energías están concentradas en salvarse de la justicia internacional, en continuar con sus negocios, en sentirse protagonistas victoriosos de una guerra con el imperialismo, cuyo triunfo no es otro que permanecer, al costo que sea, en el poder.

La clave está justo en eso: mantenerse en el poder al costo que sea. Significa: continuar matando de hambre y enfermedad a los venezolanos; continuar provocando la huida masiva de millones de personas, especialmente los jóvenes; continuar persiguiendo, reprimiendo, torturando y encarcelando a todo aquel que disienta. No solo eso. De forma simultánea, van extendiendo y profundizando los mecanismos de sometimiento y control social como los CLAP, los censos, las prácticas de adoctrinamiento y los mecanismos para crear lealtades en las fuerzas armadas y en la administración pública. Pactan con grupos narcoguerrilleros, engordan las milicias, financian y protegen a bandas de delincuentes. Un poder que se rige por esos pensamientos y que actúa con esos parámetros, ¿está dispuesto a un diálogo, cuando su único interés es –y han avanzado en ello– convertir el territorio venezolano en una enorme guarida para sus prácticas delictivas?

Cierto es que estos fracasados intentos de diálogo son, en buena medida, resultados de la presión internacional. Hay una confianza en la herramienta del diálogo, indispensable en el pensamiento democrático, que ha terminado por beneficiar a Maduro. Es un paradigma mental tan poderoso –semejante a una idea fija– que a muchos les cuesta aceptar que hay casos en los que esa herramienta, que ha sido eficaz o útil en alguna medida, simplemente no funciona. No sirve. Es inadecuada, sobre todo, porque se usa a favor de un poder que es ilegítimo, ilegal, fraudulento y esencialmente antidemocrático.

El equipo del presidente Juan Guaidó, que ha debido levantarse de la mesa en agosto, se mantuvo a la expectativa, hasta que fueron los agentes de Maduro –los únicos beneficiarios de la farsa– los que anunciaron su retiro de las negociaciones. Ahora sabemos por qué: tenían listo el entuerto en el que venían trabajando desde hace meses. Quien revise las declaraciones de Claudio Fermín, Timoteo Zambrano, Felipe Mujica, Henri Falcón, Eduardo Fernández y otros miembros de esta alianza, podrá constatar que la doble operación de reconocer al gobierno de Maduro y de atacar las decisiones tomadas por la Asamblea Nacional y las fuerzas aglutinadas alrededor de Juan Guaidó se gestaron con tiempo y el apoyo de algún medio de comunicación.

La reacción que ha tenido lugar en la opinión pública venezolana –quiero decir, en medios de comunicación y redes sociales– ha sido aplastante e inequívoca: un rechazo total a la maniobra. Sobre los implicados –políticos que han permanecido en el silencio a lo largo de los años; que no han participado activamente en la lucha contra la dictadura; que no han acompañado a los ciudadanos en sus protestas y denuncias; y que, además, carecen del atributo de la representatividad, puesto que sus organizaciones son, objetivamente, no más que nominaciones carentes de estructura y militancia– han llovido, con fuerza torrencial, incluso de personas que habitualmente no intervienen en las controversias políticas, toda clase de sospechas, acusaciones y expedientes. La trampa les salió entuerto. Estuvo mal concebida. Maduro intentó una operación para ganar legitimidad, pero escogió para ello a un grupo de políticos, retirados y políticamente irrelevantes, que carecen ellos mismos de la mínima legitimidad necesaria que la Venezuela de hoy exige.

¿Qué fue entonces el diálogo de Barbados? Una tapadera, un cebo, una distracción que permitiera ganar tiempo para el verdadero objetivo de Maduro: reformar un Consejo Nacional Electoral, otra vez a su medida; convocar a unas elecciones que permitan la destrucción de la actual Asamblea Nacional; acabar con Juan Guaidó; inventar un escenario político, donde el poder adquiere un barniz democrático, con una oposición construida a su gusto, medida e intereses: una oposición colaboracionista que, lejos de representar a la Venezuela democrática, aparece como un pequeño y dudoso apéndice del régimen de Maduro.

 


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