Cuando niño tuve un perro del cual no recuerdo qué “marca” era, seguramente, un animalito de turbio árbol genealógico y oscuro pelaje al cual llamé Terry. Con él comencé a adquirir el sentido de la responsabilidad, a tomar conciencia de la importancia de cuidar a quien está a tu cargo. Lo primero que me enseñó mi padre fue a estar pendiente de su limpieza, de que no le cayeran animales. Cuando oí aquello lo primero que pensé fue en los tigres y leones de los que papá poblaba sus cuentos que cada tarde me decía con ceño adusto y voz engolada. Al preguntarle por tales fieras, me miró con risa contenida y dijo: “Estás oyendo mucha novela, carajito.”

Varios días más tarde él me llamó con el animalito cargado y me dijo: “Mire mi llave, no ha cumplido la tarea, a este le cayeron los bichos…” Yo, como bien pueden imaginar, abrí los ojos al máximo y cuando abrí la boca, él alzó su mano libre y bajó la otra donde tenía el perro y me mostró lo que en principio me pareció era una verruga pequeña. Así conocí a las garrapatas. Al preguntarle qué hacer, se limitó a decirme que íbamos a hacer una prueba y que no la tocáramos. Mi asombro fue mayúsculo cuando vi al día siguiente lo que había sido una pequeñísima protuberancia convertida en algo así como media arveja, y mayor lo fue al tercer día cuando ya aquello me pareció que era un morrocoy lo que portaba Terry en el lomo.

Finalmente, papá le arrancó al perrito el bicho y lo aplastó y la boca se me abrió cual compuerta de un ferry cuando le aplastó y saltó sangre por todos lados. Me explicó que estos animalitos se alimentaban de la sangre y que eran peligrosos porque podían llegar a matar a los perros y también tenían la posibilidad de pegarse a los humanos. Fue toda una larga lista de cosas que todavía recuerdo y con las cuales no les voy a aturullar. Lo cierto es que hoy escribo en medio de mil recuerdos de quien hoy cumple 45 años de haber abandonado este mundo, y al que todavía echo de menos. Tuve el privilegio de tener un padre lleno de tinos y desaciertos, que me amó a veces con torpeza pero con una genuina integridad que todavía añoro.

Al evocarlo me viene a la memoria el episodio de Terry al recorrer las omniscientes redes sociales y saltarme una imagen del “prócer” Timoteo Zambrano, y la contrasto con la de él a fines de la década de 1960 y comienzos de la de 1970 cuando era un desgarbado estudiante del Jesús Obrero. Sigo escarbando en el teclado y la pantalla me trae una foto del innombrable hijo de Monagas en su época de teniente, y les juro que no tiene nada que ver con ese de aspecto de bojote mal amarrado que ahora se exhibe obsceno y prepotente, mazo en mano, cual Trucutú mediático. ¿Acaso no recuerdan al comandante intergaláctico en su época de candidato a mediados de la década de 1990? ¿Tampoco recuerdan su aspecto en sus días finales?  Lo cierto es que garrapatas como esas las hay a montones, el país está cundido de manera tal que lo inexplicable es que Venezuela aún exista.

© Alfredo Cedeño

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