Todos abrimos los ojos más de la cuenta al escucharle decir al maestro Fuentes aquello del darwinismo cultural.

Estábamos en aquella cena compartiendo querencias y preocupaciones en plenos aperitivos y el encuentro, nuevamente, se volvió toda una discusión sabrosamente colmada acerca del teatro y las otras artes, la cultura, la poesía, la literatura, el cine, la educación, el vuelo. El cocuy llegaba a cada rato vuelto una nueva magia con variaciones.

Saltábamos de pasión con cada tema, con cada ejemplo, con cada testimonio de lo posible, mientras escuchábamos el cuatro de don Jacinto. Entre canción y canción se prendía de nuevo la mecha. Y, al rato, don Jacinto contaba sobre la próxima y volvía a deleitarnos con su cuatro. Nos regaló su versión del «Pajarillo» y todos aplaudimos y lloramos de puro gozo. Acto seguido, don Carlos largó su disertación acerca del darwinismo cultural que ya había anunciado varias canciones atrás.

Se hizo un gran silencio y nos explicó cómo las culturas grandes se tragan a las más pequeñas. Cómo aquellas que tienen más poder y más fuerza terminan devorándose a las minúsculas, a las débiles. Cómo sus mandíbulas apretaban y no soltaban hasta que la presa, la otra cultura, ni se movía. De cómo un estamento sólido podía sofocar a una nueva presa hasta hacerla tragar agua, morir y convertirse aquella en cosa hegemónica. De cómo unos uniformados, por ejemplo, podían dominar a la mayoría civil hasta conducirla derecho a la muerte y hasta a la extinción progresiva de esa especie.

Lo rebatimos, nos negamos, hubo quien gritara nuevos desacuerdos, pero no hubo forma de que el maestro Fuentes nos soltara con su amable acento y su sabiduría, argumentando cada vez con más brío sobre esta especie de chupanismo, esta suerte de antropofagia, esta cosa del darwinismo cultural.

Después nos contó que el año próximo, surgida de uno de sus libros, se filmaría una maravilla donde quería que todas y todos le acompañáramos y así fue. Pudimos estar con él en la versión de El espejo enterrado.

Luego llegó un contrabajo y las flautas, los saxofones y los cornetos y hasta un maraquero estelar, y el jolgorio se hizo mayor hasta después de cenar, cabeceando junto a don Jacinto. Cantamos mil veces «Los ejes de mi carreta» que había propuesto Facundo unos buenos tragos atrás.

Así, así y así hasta llegar a la unísona conclusión de estar aburridos de ver cómo se siguen las huellas. Las huellas del copiar y pegar, del acatar y proseguir, del esperar y el recibir, del transmitir y no comunicar, del obedecer y el morir, de cómo se siguen matando iniciativas y de cómo había que insistir en las invenciones… Así, así, así seguimos hasta el amanecer, anegados de cocuy, de tristezas y alegrías, de melancolía amarga y duelos entrañables, de dulces recuerdos y hermanazgos de la vida, de vueltas de rueca y vuelta a empezar…

Pero, al mismo tiempo, contagiados de mejor porvenir, de optimismo profundo y ganas de seguir componiendo. Algo parecido a la esperanza. Así, así, así, cada quien siguió de pie, unos solos y otras solas, otros en compañía de alguien. El caso fue que cada cual cogió su rumbo para andar y andar los caminos sin que nadie lo detuviera. Ni nadie, ni nada.

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