Grupo que esperaba en el Aeropuerto Internacional Dulles de Estados Unidos a los 222 presos políticos liberados por el régimen de Daniel Ortega y Rosario Murillo | Foto: Pete Marovich -The New York Times

El dictador de Nicaragua, Daniel Ortega Saavedra, acaba de sacar de las cárceles y mandar a Estados Unidos a 222 presos políticos. Antes, un magistrado vestido para la ocasión ─»con voz cavernaria», escribe Sergio Ramírez, autor entre tantas obras de Adiós muchachos (1999), sobre su desencanto con la revolución sandinista─ les cambió la pena de prisión por la de destierro y luego la Asamblea Nacional, que copia y aprueba, los despojó en una sesión exprés de su nacionalidad bajo la acusación tan escuchada aguas abajo de «traidores a la patria». El avión esperaba en la pista. Apátridas, sí, pero también libres. Tan desamparados como sus compatriotas con la patria donde viven secuestrada.

Ortega se parece cada vez más, incluso más malvado, a la familia Somoza que gobernó la nación de Rubén Darío durante 42 años y se pasaban unos a otros el poder: de Anastasio padre al hijo Luis y luego a su hermano «Tachito», contra el que el dictador nicaragüense combatió en sus años mozos en una suerte de guerra de liberación que estremeció a América y concitó solidarios apoyos en la región. En particular de Venezuela. La Venezuela democrática.

Contó el mandón, con su mujer Rosario Murillo a la derecha en una mesa con muchos papeles y militares con tapabocas, que fue ella la que le planteó soltar a los dos centenares y pico de presos aprovechando que el embajador de Estados Unidos viajaría a su país. «Fue idea de ella y yo acepté, sí, vamos a darles a sus terroristas», dijo en referencia a los empresarios, aspirantes presidenciales, estudiantes, obreros, periodistas y sacerdotes que purgaban en condiciones implacables penas insólitas. «Qué se vayan todos y no estamos pidiendo que nos levanten las sanciones», se descubrió, tras años negando que hubiera presos políticos y rechazando todos los pedidos de amnistía.Una historia que, lastimosamente, comparten nuestros países.

Ortega, al que la memoria le juega trastadas ante tantos supuestos documentos que le colocaron en frente, olvidó que él también fue un preso cuando era un combatiente antisomocista y fue liberado en una operación de sus compañeros sandinistas ─inspirados en principio en la lucha nacionalista de Augusto César Sandino─ y colocado en un avión rumbo a Cuba. Quizás allí asimiló cómo se controla el poder.

Entre los 222 desterrados figura Dora María Téllez, historiadora reconocida, durante 20 meses encarcelada en la tétrica prisión de El Chipote ─como La Tumba─, y quien a finales de los años setenta fue la comandante Dos (hay número Dos con valor) de otra célebre operación de rescate de presos políticos que volaron también a la libertad, contada por Gabriel García Márquez en la crónica Asalto al Palacio. Ella sabe muy bien desde hace décadas quién manda en su país: «Un adefesio que se llama orteguismo, una maquinaria de poder político que ha ocupado el Frente Sandinista, un partido que no pudo ser una formación con vocación democrática jamás». Para Ortega no volverá a haber vuelo a la libertad.


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