Desde hace unos días tenía una idea sobre este artículo en mi cabeza. No estaba seguro de cómo abordar una idea sobre el continuo desgaste de nuestro país. Por alguna razón, en esos retorcidos caminos que llevan las meditaciones, la creatividad y las inspiraciones, llegué a una costumbre de los cumpleaños infantiles venezolanos: darle a la piñata.

Con el tiempo, quizá a causa de mis estudios como coach ontológico (donde podemos ver los acontecimientos desde diferentes puntos de vista) o quizá simplemente por madurez, he comenzado a percibir esta costumbre como tenebrosa. Esa facilidad con la que se le da poder con un palo a un infante, se le rodea y aúpa para destruir este objeto colorido que seguramente representa a su personaje favorito del momento, es sencillamente un caso digno de estudiar. Luego, además se aplaude que haga pase del objeto a algún amigo para que continúe con la misión.

Antes de continuar, quisiera aclarar que somos muchos los que vivimos varias piñatas propias y de amistades, sin consecuencias psicológicas ni sociales. Es una tradición, que a pesar de verla como tenebrosa, también la percibo finalmente como inofensiva. Antes de que comiences a enjuiciar mi paradoja, sigue leyendo para que puedas ver hacia dónde voy.

Esa actividad de celebración infantil vino a mi mente en un reciente viaje a una playa. Un lugar recóndito de la maravillosa costa venezolana, donde la señal celular no existe y donde la naturaleza está totalmente virgen. Donde playas adoptan formas que las rocas les permiten y con el tiempo van variando sin la exigencia de territorio de disfrute humano sino de la extensión de las mareas. Allí, luego de horas de carretera, de atravesar pequeños pueblos y cientos de kilómetros de vegetación y terrenos por habitar, me puse a soñar. A pensar en esa Venezuela de potencial incalculable, a compararla con países como Grecia con riscos áridos pero habitados; con República Dominicana, donde existen zonas que son paraísos de inversión extranjera… allí, con una temperatura ideal, esa que es posible encontrar durante una única estación climática al año, volví a deslumbrarme por mi país. O mejor dicho, por la potencialidad del mismo.

¿Qué tiene que ver esto con las piñatas? Pues que durante años hemos estado tratando a Venezuela como una. Hemos vivido décadas en una piñata donde algunos han tenido el palo y otros aplaudimos o simplemente observamos. Ella se ha mantenido allí, agarrada a ese mecate que guindó con fuerza alguno de los protagonistas de nuestra historia, tal como lo haría ese par de tíos del cumpleañero; sujeta a un poste o pedazo de tubo, que en su caso es el fuerte potencial. Con sus colores que distraen, entre cielos, montañas y playas. Repleta a estallar, de riquezas de todo tipo y regalos para todos.

¡Dale!, ¡dale a la piñata!, hemos gritado todos. Sin excepción, en algún momento hemos aplaudido –conscientemente o no– a aquellos que le dan sin compasión. Incluso, algún osado hasta la puyó para forzar que se le saliera algo anticipadamente.

Típicamente todos los que rodean a la piñata, los participantes, esperan que la misma les dé a todos por igual cuando explote. Nada más alejado de la realidad, siempre hay unos que pisando a otros –a solas o con ayuda de su mamá, hermano mayor, tía soltera, primo gordito o amigo incondicional– logran quedarse con gran parte del esperado relleno. Los aplausos o la complicidad silenciosa no te garantizan una repartición justa.

Venezuela es de esas piñatas costosas que no se compran a la vuelta de la esquina, sino que aguantan mucho pues su refuerzo de cajas de Corn Flakes (de aquellas que aún tenían color y no eran importadas) la hace diferente, costosa y deseada. Este caparazón de fortaleza es el equivalente en esta paradoja a los venezolanos que luchan con trabajo a pesar de las adversidades, a todos aquellos que seguimos aguantando los golpes para, sin darnos cuenta, proteger al país de los palazos. De esas piñatas que se mandan a hacer a un Señor (sí, con mayúsculas) que cobra el doble pero garantiza un mejor acabado.

No hablamos de un relleno del que viene en paquetes grandes y mixtos, sino de uno perfectamente seleccionado, con premios para todos, costosos, deseados por todos los presentes y por los no invitados. Oro, diamantes, bauxita, agua, gas, y todo aquello que bien conocemos y que seguimos esperando nos beneficie como venezolanos, perdón, como participantes del evento en cuestión. Venezuela es una piñata incomparable y casi inagotable, una que apenas lograron abrirle un pedazo y se salió el petróleo, como esos caramelos que salen sorpresivamente y distraen bobamente a los más desesperados.

La esperanza real es que cada vez nos sumamos más observadores que solo nos estamos preparando y haciendo fuertes con los golpes para seguir aguantando la piñata, cuidarla y hacerla cuasi eterna. Somos más los que disfrutamos verla completa, pues es esa imagen que queremos ver intacta para disfrutarla y vivirla por siempre.

Mi bella piñata Venezuela, ¿cuántos palazos más aguantarás?


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