Con Dahmer hemos vuelto a topar con las polémicas polarizantes que hacen las delicias del algoritmo de Twitter, proponiendo desde el boicot de la serie hasta su cancelación, por “glamurizar” la imagen del protagonista o deshonrar la memoria de sus víctimas, “retraumatizando” a sus familiares y a las comunidades que más sufrieron sus estragos.

En medio de un clima crispado y de cacería de brujas, el crítico debe perfilar una opinión que escapa de los criterios dogmáticos y binarios que demanda la red social, para seguir sacando réditos de nuestra grieta, de nuestra guerra civil incoada mediáticamente.

Así que terminamos siendo señalados por desviacionistas, según códigos heredados de la corrección política y la nueva moralidad inquisidora que se impone en la actualidad.

Frente a ello, hay que aclarar dos puntos. La serie Dahmer de Ryan Murphy se cuida de ser lo bastante inclusiva y respetuosa con las minorías afectadas, permitiéndoles contar su versión de la historia a lo largo de los principales capítulos del contenido.

De hecho, el desarrollo del personaje principal comparte cartel con la profundidad que ostenta el arco dramático de su vecina, de origen afroamericano, quien se erige en una suerte de “madre” o “abuela” simbólica que no solo enfrenta el poder del déspota y su sociedad de cómplices por omisión, sino que demanda la construcción de un parque en memoria de los 17 hombres torturados por el caníbal.

Los guionistas se cuidan las espaldas en todo momento, escribiendo en ella a un testigo complejo, clave y tridimensional de la trama.

No es el único caso. Destaca la figura de un padre asiático que intenta continuar su vida, sin éxito, después de cargar con el dolor de la muerte de su hijo, a manos del villano que lo quiso convertir en un zombie.

O el caso del emotivo personaje del joven sordomudo, uno de los más conmovedores en su retrato melancólico.

De igual modo, tienen valiosos minutos los caracteres de la familia del culpable y el preso que finalmente devendrá en su verdugo, el cual lo despacha en una interpretación fanática de una venganza encomendada por la ira de Dios.

De modo que la serie se adapta al gusto de un contexto que exige revisiones y deconstrucciones, desde todos los puntos de mira y enfoques diversos.

De pronto Dahmer puede que sufra del ataque y la acusación de odio que irónicamente desea expurgar.

¿Cuestiones y derivas del pensamiento populista en la era 2.0? ¿Un problema específico de la ideologización progresista en los foros tóxicos de la web? ¿Seremos nosotros simples peones en una arquitectura digital que diseñan programadores, troles y haters, a objeto de instrumentar las divisiones que nos conquistan?

En una segunda instancia, surge el tema de la supuesta idealización del criminal.

Por supuesto que el cine es un medio que, como afirma Gubern, propone y provee de imágenes sacrílegas que pasan de la vanguardia experimental a su explotación pornográfica. Es una de las paradojas que envuelve al séptimo arte.

El asunto aquí es que censurar a priori no es un camino o una solución viable. Sabemos que ello genera un efecto bumerán de mayor deseo y seducción en la masa.

De ahí que el true crime sostenga el negocio del servicio de streaming y de la televisión de Netflix.

Recordar que el código Hays y el macartismo fracasaron rotundamente en editorializar a Hollywood, al implantarle una reglamento de conducta que condujo al estallido de la libre expresión, entre los años sesenta y setenta.

Hoy regresamos a un clima de conservadurismo intelectual en la meca, que va de la izquierda a la derecha, contaminando los debates.

Por ende, cabe defender el derecho de Dahmer de expresar un punto de vista sobre el caso, valiéndose de las herramientas y recursos del cine de los setenta, que es su principal fuente de inspiración, bajo los estándares de calidad de Fincher (Zodiac y Manhunter), Noé (Irreversible), Frideklin (Cruising) y Murphy (cruzando American Crime, Glee y Pose).

Dije antes en Facebook que Dahmer reinterpretaba la sequedad gore, casi documental, de Henry, el retrato de un asesino, aquel poderoso debut noventero que fascinó a Scorsese.

La serie transmite una primera disección literal de cada episodio, donde el psicópata caza a sus presas, en un ritual que nos transporta a su habitación nauseabunda, con métodos desprolijos, nada sutiles o glorificados.

Por el contrario, la puesta en escena se encarga de provocar nuestra repugnancia y condena ante los mecanismos que emplea el personaje. Luego se le sienta en el banquillo, se discute su precisamente nueva fama mediática y social, se indaga en el impacto terrorífico y pesadillesco que causó en el entorno.

La serie arroja un diagnóstico lúcido de cómo la posmodernidad de los setenta, la laxitud educativa y la condescendencia familiar, crearon las condiciones de surgimiento de los monstruos arquetípicos de Dahmer y John Wayne Gacy, hijos al parecer de la progresiva desindustrialización, de la debacle de la clase media, de la banalidad del mal que fue incubándose en el inconsciente colectivo.

Al respecto, la serie logra transmitir lo que manifestaron como discurso de descontento las películas de Matanza de Texas, Halloween y El silencio de los inocentes, según la lectura de Carlos Losilla en su libro dedicado al terror.

La crisis del sujeto y la caída de los modelos fundantes de la modernidad en el siglo XX trajo como consecuencia que los monstruos no vinieran del exterior a invadirnos como víctimas, sino que ellos nacieran en las propias casas de vecindad de los suburbios y espacios rurales de la América profunda.

Dahmer advierte que la semilla del mal, que la enfermedad mental, ha tenido unas condiciones para brotar y crecer como virus, destruyendo el tejido social.

En tal sentido, es una serie oportuna en tiempos que ven emerger la xenofobia, el racismo, el darwinismo, el egocentrismo y el narcisismo, la precarización, la depresión, el alcoholismo, el supremacismo, la adicción y la soledad.

De repente tenemos que pensar menos en cancelar productos como Dahmer y más en su pertinencia conceptual que nos invita a reflexionar fuera de la caja, buscando sanar y cerrar heridas, desde la resiliencia.

Mención aparte para el diseño sonoro que es espléndido en su alegoría espectral de ruidos de ballena.

Dahmer obviamente no es tanto una manzana podrida como un fantasma expresionista, un Caligari que representa el hundimiento y el encallamiento de una especie, trastornada por el miedo de su extinción.


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