Releyendo a José Rodríguez Iturbe, coincidimos en que “…toda política auténtica, si se la concibe con la grandeza que le es propia, supone, además de una legítima vocación de poder afincada en una actual o potencial capacidad de representación de aspiraciones y sentimientos populares, una opción intelectual y una discusión sobre el futuro…”. Dicho lo anterior, concluimos que solo un político culto y ante todo éticamente intachable, se encontraría debidamente capacitado para mejorar a la sociedad con su ejemplo no solo como persona humana, sino como ejercitante de la función pública. Ahora bien, siempre habrá una correspondencia entre el nivel cultural, los valores que informan a una sociedad y el liderazgo que obtiene el respaldo de la mayoría para fines determinados.

La cultura política de una sociedad nacional se determina con arreglo al conocimiento adquirido y a normas de orientación –generalmente aceptadas por sus integrantes– para la acción pública encausada al cumplimiento de objetivos compartidos, lo cual tiene que ver con las convicciones existentes en la mente del ciudadano sobre el sistema de gobierno. Naturalmente existirá un componente afectivo –obviamente ideológico–, condicionante del respaldo que se confiere a los actores políticos, así como evaluaciones periódicas de su desempeño, de suyo expresadas en ratificación o retiro de respaldos al ejercicio de cargos de elección popular –nos referimos específicamente al sistema democrático–. En términos globales, la cultura general se forma en el conjunto de conocimientos y sabiduría acumulada por la humanidad a través de la historia. En lo específico de las comunidades humanas, cada una de ellas desarrollará los rasgos diferenciadores que provienen de múltiples factores –i.e. antropológicos, geográficos, históricos–. Toda sociedad humana exhibe una cultura adquirida a través del contacto con sus líderes, con las creaciones del intelecto –el arte, la ciencia–, con la tradición y las buenas costumbres que aprende de sus figuras más prominentes. La virtud será la disposición de la persona humana para actuar conforme a determinados valores, también adquiridos del buen ejemplo y la educación formal, sin restarle importancia a lo que se aprende en el entorno del hogar doméstico.

Los valores condicionan la actuación del ciudadano, forman parte de sus convicciones morales; la conducta observada en todo momento será reflejo predominante de sentimientos y motivaciones particulares. Dicho esto, el conjunto de ciudadanos decidirá cómo quiere vivir en sociedad y cuáles serán sus objetivos compartidos, siempre ajustados a la justicia, al respeto mutuo, a la tolerancia, a la solidaridad y a la libertad de elegir, entre otros –naturalmente para quienes deseamos vivir en democracia–. Una comunidad humana sustentada en virtudes sociales tendrá grandes posibilidades no solo de llevar una vida ordenada y sosegada, sino además de reaccionar eficazmente contra aquellos que abiertamente contravengan el espíritu de solidaridad, de respeto al orden establecido y a los derechos fundamentales. La solidaridad que deriva de la convivencia es expresión de la mutua dependencia existente en todo momento entre ciudadanos de un mismo país y de los vínculos que tienen que ver con intereses, convicciones y necesidades comunes.

Pero vayamos a nuestra realidad visible. ¿Cuáles son nuestros valores y cómo se fraguó nuestra cultura? Muchos al responder a esta pregunta, dejarán entrever el creciente menosprecio que al parecer se cierne sobre la condición humana del venezolano común; lo estiman desapegado e inculto, también ayuno de valores morales, cuando no es presa de la resignación impotente que no ve salida posible al actual estado de cosas que nos asfixia. Si para el gran Octavio Paz resultaba “…pasmoso que México con un pasado tan vivo, profundamente tradicional, atado a sus raíces, rico en antigüedad legendaria si pobre en historia moderna, solo se conciba como negación de su origen…”, ¿qué podríamos decir los venezolanos de nosotros mismos? Nuestra cultura es resultante del alegre mestizaje que después de tres siglos de historia decidió fundar una República Civil –la primigenia del general en jefe José Antonio Páez, extraviada en las sucesivas contiendas políticas y militares decimonónicas, sometida durante las primeras décadas del pasado siglo a los desplantes del “gendarme necesario” y refundada con renovado entusiasmo en 1958–.

La negación del origen venezolano tendrá que ver con el decir de Mario Briceño Iragorry, para quien “…hubo entre nosotros un grupo muy distinguido de historiadores que, guiados por un erróneo aunque honesto concepto de la venezolanidad, desdijeron la obra de la colonización española e intentaron presentar el período hispánico de nuestra vida social como un proceso de extorsión, de salvajismo, de esclavitud y de ignorancia. Creyeron que con tal método agrandaban el contorno creador de los Padres de la Independencia, considerados como centro de gravedad y focos generadores de la vida histórica de la nación. Según ellos, en realidad, la Patria no vendría a ser sino el proceso republicano que arranca en 1810…”. Pero también hubo, como añade seguidamente nuestro insigne historiador, investigadores que encontraron una continuidad que arranca del mismo tiempo en que llegaron los españoles a estas tierras americanas, engendrando estirpes sociales que dieron carácter y fisonomía a la sociedad nacional. Es obvio que los pueblos “no se hacen de la noche a la mañana” y que el amanecer republicano de 1810 fue resultado de un largo proceso histórico. Es evidente que se cometieron excesos en el período hispánico, pero es igualmente indudable que se edificó una nueva sociedad en torno a valores que siendo originarios de naciones más desarrolladas occidente –los de la ilustración que motivaron la emancipación y el republicanismo esencial de nuestros orígenes independientes–, se han hecho auténticamente venezolanos.

Seamos optimistas. Nuestra sociedad nacional tiene cultura y valores, esa es nuestra fortaleza al momento de afrontar las dificultades que nos impone el presente. Transigir y aceptar el sometimiento de la sociedad venezolana al acervo de antivalores que preconiza el régimen, no sería una actitud consistente con nuestro pasado histórico, menos aún con nuestras posibilidades como nación. Seguimos expiando culpas y errores no solo del liderazgo político de la democracia, sino de quienes ciegamente respaldaron sus campañas electorales y gestiones desatinadas de los poderes públicos y de la economía. Los venezolanos debemos esforzarnos por el cambio político, pero no para sustituir figuras por quienes aseguren la continuidad de los errores del pasado, sino por auténticos modelos representativos de esas opciones intelectuales y de esa visión de futuro que nos corresponde como nación independiente, orgullosa de su pasado y segura de su destino.


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