Raymond Williams, prominente pensador galés, publicó en 1958 un texto magnífico, Culture and society. Los cambios de significación social derivados de la Revolución Industrial respecto al «concepto de cultura» los va derivando Williams mediante la lectura hermenéutica de autores ingleses representativos del periodo 1780-1950. Este artículo explora la problemática política desde el ángulo de la cultura social y pública.

Este texto de Williams ha sido tardíamente traducido a la lengua castellana en 2001, pero la inversión vale la pena pues contiene el prólogo de la 2ª edición en lengua inglesa del autor (1987). En el prólogo de la 1ª edición Williams dice que hace falta “una plena reformulación de los principios que tome la teoría de la cultura como una teoría de las relaciones entre los elementos pertenecientes a un modo de vida… examinar la idea de una cultura en expansión y sus procesos detallados”, no para “lamentarse”, sino para “tratar de entender su naturaleza y condiciones”. En el prólogo de 1987 sostiene que “algunas de las más novedosas e importantes reflexiones de nuestro tiempo… pueden encontrarse en embrión, e incluso con un desarrollo significativo en estos escritores anteriores… y en vez de retroceder, se profundizan gracias a estos notables predecesores”.

Después de la experiencia de la Segunda Guerra Mundial, el «Estado» como objeto de estudio de la Política fue interrogado ante los hechos generados por el fascismo: la legalidad que preservó al Estado totalitario se alejó de la legitimidad. Así surgieron otros objetos de la Política, además del poder, como lo son el sistema político, la política comparada, las políticas públicas (PPPP) y las instituciones. La cultura social aparece como elemento clave para comprender a las dos últimas, pues la «personalidad pública», con sus supuestos y sesgos, permite comprender cómo se adoptan y aplican los rumbos de acción política en un determinado marco regulador (explícito o no).

Por tanto, la pregunta central es ¿qué caracteriza a nuestra cultura social? Esta reflexión la derivamos de Simón Bolívar, Alain Touraine y Graciela Soriano de García-Pelayo. El Libertador remarca la heterogeneidad de origen como elemento esencial para comprender aquello que constituye nuestro ser, el francés enfatiza la desarticulación entre los esfuerzos para el desarrollo económico y los otros aspectos de la vida nacional, nuestra historiadora identifica el desarrollo discrónico de la sociedad que impide cohesionar esfuerzos. Acoto la reflexión seminal de nuestro Libertador en su Discurso de Angostura del 15/02/1819:

“…Séame permitido llamar la atención del Congreso sobre una materia que puede ser de una importancia vital. Tengamos presente que nuestro pueblo no es el europeo, ni el americano del Norte, que más bien es un compuesto de África y de América, que una emanación de la Europa… Es imposible asignar con propiedad a qué familia humana pertenecemos… Nacidos todos del seno de una misma madre, nuestros padres, diferentes en origen y en sangre, son extranjeros, y todos difieren visiblemente en la epidermis; esta desemejanza trae un reato de la mayor trascendencia…”

La ausencia de coordinación entre una parte y otra del gobierno ha sido un rasgo histórico que ha generado a la desarticulación, esa condición que es el resultado sedimentado al haber incentivado un asunto o problemática pública sin conexión con otros aspectos de la gestión y sin visión de totalidad. El origen de la desarticulación ha sido la heterogeneidad: cuando cada participante en una situación constata que los demás individuos son disímiles, y que cada tema a tratar no es homogéneo, intenta resolver como puede generando mayor desarticulación. Así, toda proposición de desarrollo socio-político ha derivado en otra condición sedimentada: el desarrollo discrónico, nutrido constantemente desde doctrinas políticas, razonables o no, que incorporan  teorías sin la ponderación de nuestra cultura social y pública, a partir de la cual puede y debe fundamentarse una clara justificación política.

Es, de nuevo, el Libertador, en el Discurso ya citado, quien justifica cuáles serían los mecanismos legítimos para orientar sociopolíticamente a Venezuela. Primero, fundamentar el marco político-legal en el principio de la igualdad política y social y, segundo, comprender que, debido a la “diversidad de origen”, se “requiere un pulso infinitamente firme, un tacto infinitamente delicado para manejar esta sociedad heterogénea cuyo complicado artificio se disloca, se divide, se disuelve con la más ligera alteración”. Marco institucional explícito, gobierno legítimo y ciudadanía responsable parecieran ser los tres elementos del obrar público sustentable.

Un actor que asuma una responsabilidad pública, sin las tres condiciones descritas, se encuentra en una situación problemática. Así termina refugiado en su interioridad, asumiendo que con el ejercicio de un voluntarismo individual puede mantener un territorio mediante su poder personalizado: así van desapareciendo las condiciones de posibilidad para la constitución de un locus de acción mancomunado. Nuestro país necesita del ejercicio consistente de la acción constitutiva que aúna saber-querer-poder-hacer; un tetraedro que expresa la esencia de las competencias. La obra gubernamental requiere de numerosas de ellas al evaluar cuáles son los principios, ente, procesos, actores, relaciones y ejecución política que justifican la obra gubernamental.

Puede argumentarse que bastaría con la aplicación coordinada de un plan nacional explícito para que haya desarrollo sustentable. Un plan es, ciertamente, expresión de la previsión, pero ella es mucho más que la voluntad planificadora, pues es la condición administrativa que hace posible la realización de la esencia de la política: la constitución del futuro compartido y sostenible que favorezca el desarrollo humano integral en democracia.

 


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