La aprobación legislativa del retorno de Venezuela al Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca, en lo limitado de su alcances –desde hace rato y en estos tiempos–, y lo expuesto en la declaración del Grupo de Lima desde Buenos Aires, reflejan de modo complementario cómo la crisis venezolana se ha convertido en un problema de seguridad que se desborda al vecindario. También llaman la atención sobre lo que hoy debe entenderse por seguridad y sobre los medios posibles y eficientes para recuperarla.

Lo de revivir el TIAR ha generado justificadamente mucha polémica –por su origen como mecanismo de seguridad colectiva de los años de la Guerra Fría– e injustificadamente absurdas expectativas, valga anotarlo de una vez. Para precisar el sentido de ese acuerdo y las circunstancias que llevarían a invocarlo conviene leer el texto del tratado (1947) y su protocolo modificatorio (1975). Allí se encontrará, entre otras precisiones de interés, que se activaría “en caso de ataque armado de origen extracontinental a uno o más Estados partes” o si “la inviolabilidad o la integridad del territorio o la soberanía o la independencia política de cualquier Estado parte fueren afectadas por un acto de agresión”. En tales circunstancias, precedidas por las llamadas gestiones conciliadoras o pacificadoras, las medidas colectivas posibles incluyen “el retiro de los jefes de misión, la ruptura de las relaciones diplomáticas, la ruptura de las relaciones consulares, la interrupción parcial o total de las relaciones económicas, o de las comunicaciones ferroviarias, marítimas, aéreas, postales, telegráficas, telefónicas, radiotelefónicas, radiotelegráficas, u otros medios de comunicación y el empleo de la fuerza armada”. Dejando por lo pronto de lado los cambios que en la práctica política ha sufrido la aplicación de cada una de estas medidas, lo esencial es destacar que el TIAR no conduce necesariamente a una acción de fuerza, como además lo evidencian las dos decenas de casos en los que fue invocado.

La declaración final del Grupo de Lima contribuye a definir hemisféricamente no solo la naturaleza de los problemas de seguridad que Venezuela plantea, sino la necesidad de actuar concertadamente en todos los tableros y de respetar la gestión del presidente encargado, Juan Guaidó, en esa materia y en la búsqueda de una solución venezolana a la crisis a través de los procesos en curso para llegar a elecciones presidenciales “con todas las garantías, a la mayor brevedad posible”. En efecto, sobre la base del informe de la alta comisionada de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos, el Grupo de Lima apoyó y propuso iniciativas para su efectiva atención internacional inmediata y reafirmó su preocupación ante la oleada incesante de migrantes forzados. Además, anunció que apoyaría investigaciones y actuaciones “sobre la participación de funcionarios y testaferros… que los vincule con actividades ilícitas de corrupción, narcotráfico y delincuencia organizada transnacional, así como sobre el amparo que otorgan a la presencia de organizaciones terroristas y grupos armados ilegales en territorio venezolano, como el Ejército de Liberación Nacional (ELN), y el impacto en la región de dichas actividades”; añadió, igualmente, su condena al “apoyo que se ha brindado al régimen de Nicolás Maduro, a lo largo de los años, por parte de gobiernos y agrupaciones políticas de la región a través de esquemas trasnacionales de corrupción, narcotráfico y terrorismo”. Señaló, enfatizándolo, que la crisis de Venezuela tiene una “dimensión regional con impacto global”, sin dejar de mencionar su rechazo a pretensiones como las del Foro de São Paulo ni de insistir en gestiones con Rusia, Cuba, China y Turquía, así como de continuar los acercamientos con el Grupo Internacional de Contacto y la Comunidad del Caribe.

A la luz de lo que tan claramente resume el diagnóstico e iniciativas del Grupo de Lima, la reinserción en el TIAR podría evaluarse políticamente en tres claves, dentro de lo que es significativo en el presente: lo que comunica al mundo acerca de la conciencia sobre la gravedad de la crisis venezolana, sin embargo, con implicaciones internas y externas de seguridad más complejas que las previstas en el viejo acuerdo; la posibilidad y necesidad de la más amplia complementación de medidas inteligentes de presión y persuasión, ciertamente más diversas y refinadas que las planteadas en 1947, y, no menos importante, la urgencia de ampliar los espacios institucionales multilaterales desde los cuales tener disposición y capacidad efectiva de actuar concertadamente ante el acelerado deslave de Venezuela.

 

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