«Estos montes, / que al mundo estremecieron, /un ratoncillo/ fue lo que parieron».

Félix María Samaniego

Arquímedes, físico, matemático, ingeniero, astrónomo e inventor griego, fue tal vez el más importante científico de la antigüedad; no inventó la palanca, pero suministró la primera explicación rigurosa del principio rector de su accionar, y lo aplicó al diseño de sistemas con ella relacionados (polipastos). La comprensión de su funcionamiento le permitió —Plutarco dixit— presumir de estar en capacidad de mover la Tierra y así lo manifestó en carta dirigida al rey Hierón de Siracusa: «Dadme un punto de apoyo y moveré el mundo». Teóricamente tal posibilidad es incontestable, y la traemos a colación para contraponerla a la demencial ambición del teniente coronel Hugo Chávez de acabar con el capitalismo, cambiar el clima y ¡salvar el planeta!, como dejó sentado en ideologizada arenga proferida el 16 de diciembre de 2009, en la cumbre climática de Copenhague. El sabio siracusano vivió y murió en el siglo III a. C., y escandalizó a sus vecinos al salir en cueros a la calle gritando ¡eureka, eureka!, cuando dio con el principio del empuje hidrostático, posteriormente nominado con su nombre. Tres siglos antes, otro griego se hizo popular en Delphos componiendo ejemplarizantes fábulas protagonizadas generalmente por animales, muchas de las cuales todavía se cuentan en hermosos, ¡y costosos!, volúmenes ilustrados. Se llamaba Esopo. De su fabulario, y a los efectos de estas divagaciones, nos interesa El parto de los montes: los montes, antes de parir, anuncian el alumbramiento con terribles señales; sin embargo, a pesar de sus feroces rugidos, terminan dando a luz un insignificante ratón. Con 2.600 años de antelación, Esopo prefiguró el discurso y proceder chavistas: mucho ruido y pocas nueces. Buche y pluma no más y, sobre todo, un escaso sentido de las proporciones. Intentaremos poner en blanco y negro esa falta de exceso de ignorancia —gracias, Cantinflas—, hoy 23 de agosto, Día Internacional para el Recuerdo del Comercio de Esclavos y su Abolición; del internauta, del hashtag y, en Europa, de Conmemoración de las Víctimas del Estalinismo y el Nazismo.

El decoro, la superstición (miedo a las apariciones) y un respeto hipócrita a los deudos aconsejan no hablar mal de los muertos —el bellaco cebolla prohibió hacerlo de quien reposa en hedor de santidad en el cuartel de la montaña—. De hacer caso a semejante pacatería, la historia no se hubiese prodigado en contarnos hazañas y trapisondas de héroes y villanos. Afirmo esto, pues, rasgo notorio e inicuo del chavismo ordinario y su secuela, el fascio madurismo, es precisamente su absoluta falta de sindéresis, tal puso y pone de bulto en los ditirambos dispensados a sus ídolos de embarrados pies —comenzando con el mesmésemo—, y en el relato de proezas moldeadas en la misma fragua donde se forjaron las apócrifas leyendas del galáctico redentor barinés. Sin sonrojarse, ¡y son rojos!, los cabecillas de la revolución bolivariana elevan al olimpo patrio a elementos de ominosa arrogancia y abominable conducta, sin importarles un comino irrespetar a la inteligencia del venezolano. Así, en octubre de 2014, Nicolás Maduro ascendió a la categoría de prócer a Robert Serra, un mal reputado diputadillo, víctima de un sórdido crimen pasional, quien, informaron en su momento medios independientes, «fue ultimado por un amante y ex guardaespaldas personal, temeroso de ser asesinado por él». ¡Botaba la segunda el joven! —No soy homófobo, pero el leyente tiene derecho a enterarse de este «pequeño detalle» (obviado por la información emanada del ministerio de propaganda, calumnias y chismografía del régimen), porque el mismo fue factor determinante en la consumación del homicidio—.

En circunstancias menos trágicas, acordes a la actual catástrofe sanitaria, e infectado con la peste china, falleció Darío Vivas, un ex masista sin lustre, devenido en vicepresidente del PSUV y primera autoridad capitalina, debido sin duda a falta de cuadros y dirigentes más o menos potables en la nomenklatura socialista o, acaso, a la obediencia y adulación caninas al oligopolio dictatorial. «Caído en combate» —¿enfrentado a la mala praxis cubana?—, aseguraron el 1° (Maduro o Padrino) y el 2° (Padrino o Maduro) a cargo de la sartén y ni siquiera un pío salió de sus labios respecto a la defunción de los auténticos héroes de la tragedia nacional: los trabajadores de la salud abatidos en desiguales y épicas batallas contra la covid-19, durante su cruzada salvavidas, sin disponer de suministros adecuados ni de los indispensables equipos y trajes protectores. Debido quizá a las pompas y fanfarrias nunca vistas ni oídas desde los funerales a lo Mamá Grande del comandante hasta siempre —parada militar a cargo de húsares (¿?) de la guardia de honor presidencial, con chaqueta colorá’, como la emblemática pollera de la salamuña negra Soledad; salva de 13 coñazos, perdón, cañonazos; 3 días de duelo, panegíricos de cursilería superlativa y el infaltable ¡Darío, camarada, tu muerte será vengada!—, Nico se estremeció ante el cofre metálico contentivo de las cenizas del interfecto (¡bioseguridad, compañero, bioseguridad!), ubicado delante de la estatua ecuestre del Libertador; no supo contenerse, y una lágrima rodó por una de sus mejillas y le humedeció y destiñó el abetunado mostacho —Una furtiva lacrima negli occhi suoi spuntó—. Cilia, codazo mediante, le espetó: ¡compórtate, Nicolás!

Pocos días antes de estirar la pata el eximio (o ex simio) tarimero, falleció Blanca Rodríguez de Pérez, una excepcional primera dama, amenazada de aniquilación física por los golpistas del 4 de febrero de 1992, a los cuales enfrentó con entereza y valentía republicanas —entereza y valentía contrastantes con la alevosía y pusilanimidad de Hugo Rafael y sus compinches—, y abnegada promotora de programas sociales de sustantivo contenido y fuera de toda discusión. Fue despedida con merecidos aplausos y sentidos vivas de parte del pueblo llano. Para el gobierno de facto, su desaparición no significó pérdida a deplorar; a fin de cuentas, se trataba, según la lógica del régimen y las insensatas desmesuras de sus personeros, de una enemiga de clase. Los despropósitos y sinsentidos no son excepciones sino elementos normativos de la cháchara socialista y están íntimamente asociados a un modo de dominación social ajeno a nuestra idiosincrasia y a la soberana voluntad del país.

Tal vez a consecuencia de la paranoia inseparable de la cuarentena intermitente, nos entró hace poco un ataque de masoquismo intelectual e intentamos ascender a la mágica montaña de Herr Thomas Mann, y buscamos consuelo de tontos en el horror narrado en las páginas de Boccaccio, Camus y Defoe. Pero fue en José Saramago donde encontramos inspiración y un alegórico asidero para hilvanar el tramo final de nuestras divagaciones, concretamente en su novela Ensayo sobre la ceguera (1995): en ella, el Nobel lusitano nos alerta «sobre la responsabilidad de tener ojos cuando otros los perdieron». Me propuse sustanciar, a partir de su lectura, una suerte de expediente relativo a la miopía de quienes, a fin de perpetuarse en el presente, nos retrotraen al pasado y nos cierran las puertas del porvenir. Pero no estoy dotado de la «feroz lucidez» de Fernando Vidal Olmos, ese personaje de Sobre héroes y tumbas (Ernesto Sábato,1961), decidido a penetrar en el inframundo de las tinieblas perennes y denunciar en su Informe sobre ciegos la pérfida conspiración contra la humanidad de quienes no pueden ver nada distinto a la oscuridad. Y lo lamento, porque, entre las deficiencias sensoriales de quienes ejercen la usurpación, destaca su escasa visión; esa ceguera, ¡vaya contrasentido!, está a la vista de Raimundo y todo el mundo, y es uno de los síntomas más notorios de su irracionalidad. El mandón y sus cortesanos no están físicamente imposibilitados de percibir la realidad, pero son presa de una asombrosa manera de ver sin mirar ni entender; un mecanismo de defensa y de abstracción que caracteriza principalmente a los jefes y jefecillos encargados de diagnosticar los problemas del país y proponer soluciones. De allí los pobres o nulos resultados.

Negados a creer lo visto con sus propios ojos, los burócratas revolucionarios se apoyan en el blanco bastón del dogmatismo para repartir —nunca mejor dicho— palos de ciego a diestra y siniestra, a objeto de compensar con irrisorias bonificaciones a una población patriocarnetizada a juro y castigada con todas las carencias imaginables, y, por ello, fácil presa de la extorsión como medio de agenciarse su respaldo en unas elecciones parlamentarias que se realizarán a contracorriente del sentido común. La espuria administración rojiverde, además de invidente es sorda y no oye las quejas ni los reclamos populares, in crescendo, como los contagios y muertes a causa del coronavirus, y tampoco tiene tacto alguno al intentar relacionarse con ese inmaterial “otro” a quien atribuyen la autoría de sus propios errores. Y a estas alturas, comienza uno a acariciar términos como insania a objeto de explicar no la sinvergüenzura del ilegal ocupante de Miraflores —su padre putativo se la legó junto con el coroto—, sino la megalomanía —también heredada de Chávez— demostrada al denunciar un complot mundial contra la farsa electoral a escenificarse, porque me sale de la entretela, el 6 de diciembre y si la pandemia se opone a nuestros designios, allá ella. El zarcillo delira mientras la peste amarilla pica y se extiende, y más de un tercio de la población anhela una intervención militar o un golpe de Estado (Consultora Datincorp). ¡Ay Maduro, cuéntame una de vaqueros!

 


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