El 15 de septiembre se conmemora el 201 aniversario de la independencia de Costa Rica, El Salvador, Guatemala, Honduras y Nicaragua. Sin embargo, por cuarto año consecutivo, Nicaragua tiene pocos motivos para celebrar. En 2018, el régimen de Daniel Ortega y Rosario Murillo respondió a una serie de protestas contra una reforma al sistema de seguridad social llevando a cabo una masacre contra su propio pueblo que dejó 355 muertos y unos 1.600 detenidos o encarcelados. Desde entonces, y ante una tibia respuesta por parte de la comunidad internacional, la pareja dictatorial se ha envalentonado, precipitando una crisis política y humanitaria en Nicaragua que va de mal en peor. Solo en 2021, año en el cual Daniel Ortega ganó su cuarta elección—esta vez con sus contendientes políticos encarcelados—, 120.000 nicaragüenses se fueron del país, principalmente con destino a Costa Rica y Estados Unidos. Este año, en promedio 300 nicaragüenses han salido del país cada día. Además, en el primer trimestre de este año las aprehensiones contra migrantes nicaragüenses en la frontera entre México y Estados Unidos se octuplicaron (es decir, se multiplicaron por ocho con respecto al primer trimestre del año anterior), un trágico retrato de la escala de esta crisis humanitaria.

Nicaragua recibirá su aniversario 201 de independencia manchado por el encarcelamiento arbitrario de sacerdotes y de más de 205 presos políticos en condiciones inhumanas y ante el cierre de más de 1.400 organizaciones de la sociedad civil. A continuación, esbozamos cuatro acciones concretas que los miembros de la Organización de los Estados Americanos, Estados Unidos, los países vecinos de América Central y el Vaticano pueden tomar para aumentar la presión sobre el régimen de los Ortega-Murillo y abordar la crisis que aqueja al pueblo nicaragüense.

Primero, los gobiernos de América Latina y el Caribe deben invocar el artículo 21 de la Carta Democrática Interamericana. La Organización de Estados Americanos (OEA) tiene la atribución de suspender a uno de sus estados miembros si un voto de dos tercios de los mismos determina que “se ha producido la ruptura del orden democrático en un Estado Miembro y que las gestiones diplomáticas han sido infructuosas”. En el caso de Nicaragua, sobran las razones para activar este mecanismo. De aplicarse, representaría una condena por parte de una amplia coalición de estados que identificaría irrefutablemente a los Ortega-Murillo como una dictadura, un importante revés en el escenario internacional. Sin embargo, dicho proceso inició en 2019 y se mantiene estancado. A este paso, parece más probable que Nicaragua salga de la OEA al hacerse efectiva la decisión del régimen Ortega-Murillo de abandonar ese organismo a finales del 2023. Este escenario no sería ideal, y le permitiría a la pareja dictatorial crear su propia narrativa sobre la salida del organismo.

Segundo, Nicaragua representa una valiosa oportunidad para que la administración Biden demuestre que está realmente comprometida con la democracia, los derechos humanos y con América Latina y el Caribe. El gobierno estadounidense debe adoptar una estrategia integral que incluya, mas no se limite, a ampliar las sanciones aplicadas en contra de figuras e instituciones clave dentro del régimen Ortega-Murillo. De hecho, la legislación RENACER de 2021, hace un llamado explícito al aumento de sanciones contra personas involucradas en actos de corrupción, o elecciones fraudulentas. Dichas sanciones deberán continuar siendo calibradas con mucho cuidado para minimizar su impacto en perjuicio del pueblo nicaragüense. De igual manera, deberán ser aumentadas gradualmente para no desperdiciar todas las herramientas disponibles en caso de que la dictadura no cese sus abusos. Los puntos de presión que podrían utilizarse incluyen la revocatoria de visas para restringir la entrada a Estados Unidos (popular destino turístico y de estudios para los funcionarios del régimen y sus familiares), así como el congelamiento de activos de personas que han cometido violaciones de derechos humanos, de acuerdo con la Ley Global Magnitsky. En paralelo, la administración debe prorrogar el Estatus de Protección Temporal (mejor conocido como TPS, por sus siglas en inglés) que ha sido concedido a los nicaragüenses, cuya expiración está prevista para diciembre de 2022.

Tercero, los países vecinos deben apalancarse de las instancias de integración centroamericana para convertir la represión en una estrategia inviable para la perpetuación de la dictadura en Nicaragua. Aunque lamentablemente carece de instrumentos que garanticen su cumplimiento, el Tratado Marco de Seguridad Democrática en Centroamérica ubica la gobernanza democrática como principio fundamental para la paz y la estabilidad de la región. Reconociendo esa limitante de cumplimiento, los países de la región deben buscar mecanismos que afecten de manera más directa la operatividad del régimen, como la disrupción del financiamiento que el Banco Centroamericano de Integración Económica actualmente provee a sus instituciones. Otro importante aspecto de la respuesta internacional que no debe ser subestimado es el valor de mantener la crisis en Nicaragua en la agenda de diversos organismos internacionales. En ese sentido, la reciente Alianza para el Desarrollo en Democracia —fundada por Costa Rica, Panamá y la República Dominicana, a quienes se sumó Ecuador— tiene un gran potencial para llevar a cabo ese rol al encabezar la coordinación de acciones decisivas y contundentes hacia Nicaragua. Costa Rica en particular tiene muchísimo en juego en esta crisis.

Por último, el Vaticano debe asumir una posición más vocal ante los abusos que ocurren en Nicaragua. Desde 2018, la Iglesia Católica se ha vuelto un blanco de ataque para la violencia y represión del régimen Ortega-Murillo. La dictadura ha expulsado a sacerdotes incluyendo al nuncio apostólico (equivalente al embajador de la Santa Sede). En agosto, Rolando Álvarez, el obispo de Matagalpa, fue puesto bajo arresto domiciliario tras dieciséis días de asedio en su casa por parte de la policía, mientras que otros sacerdotes permanecen en el infame centro de torturas de el Chipote. El papa Francisco reaccionó con un silencio ensordecedor durante el asedio. Apenas dos días después del arresto del obispo Rolando Álvarez y ante diversas solicitudes de tomar partido (incluyendo una declaración firmada por 25 ex jefes de Estado y de gobierno de América Latina y España), el Papa finalmente hizo una intervención que deja mucho que desear y dista mucho de la férrea defensa de los derechos del pueblo nicaragüense que la situación ameritaba. En un país y en una región donde casi el 60 por ciento de la población se considera católica, denuncias más firmes y frecuentes por parte del Papa ante los abusos en Nicaragua podría ser de gran ayuda para crear conciencia sobre la situación y aumentar la presión sobre el régimen en el ámbito internacional.

Desde hace años, la dictadura Ortega-Murillo ha puesto a prueba los límites formales y las normas habituales del orden internacional y frecuentemente se han salido con la suya. Cada uno de estos descuidos conlleva un alto costo para el pueblo de Nicaragua. Las acciones planteadas en este artículo deben formar parte de un esfuerzo más amplio para presionar al régimen a que cumpla una serie de requisitos mínimos, incluyendo la liberación de todos los presos políticos, el cese de todos los embates contra las libertades democráticas de los nicaragüenses y la adopción y cumplimiento de un cronograma para llevar a cabo elecciones libres y justas en Nicaragua. Si podemos extrapolar alguna lección de la crisis en Venezuela al contexto de Nicaragua, es que sin duda estas acciones no bastarán para “solucionar” la crisis en Nicaragua. No obstante, de ser implementadas con éxito, pueden ser un valioso complemento para la resistencia del pueblo nicaragüense, apoyando la realización de sus objetivos.


Felipe Félix Méndez es descendiente de nicaragüenses y trabaja en el Centro para América Latina Adrienne Arsht del Atlantic Council.

María Fernanda Bozmoski es subdirectora de programas del Centro para América Latina Adrienne Arsht del Atlantic Council.


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