El ruido estruendoso que en la madrugada golpea la tubería por dentro, anuncia que llegó el agua. En mi sector la ponen cada ocho días por pocas horas. Sí, acertó. Vivo en Venezuela.

Aparatosamente me lanzo de la cama para llenar lo más rápido posible los botellones que, cual acumuladora compulsiva, cubren casi por completo el piso de mi cocina cuyas baldosas no recuerdo cómo son, pues en esta tortura de racionamiento de agua llevamos mucho tiempo.

Como llega tierrúa le coloco cloro a cada botellón al tiempo que me maquillo para intentar sentir algo de normalidad. Sí, cloro y maquillaje no combina con normalidad, pero ahorro tiempo y no pienso mucho.

De pronto la luz se hace más intensa. Preámbulo de un apagón y razón por la que, con agilidad bajo los interruptores para evitar que se quemen los bombillos, cosa que ya ha ocurrido y reponerlos resulta costoso porque el dólar y la inflación galopan desbocados.

En Venezuela, la mayoría de las veces los apagones son responsabilidad de un comando de saurópsidos escamosos de la familia iguanidae, es decir, iguanas. A veces son ataques electromagnéticos y en esta ocasión las iguanas son gringas. Ellas, armadas con un router y una computadora, sabotean maquiavélicamente las plantas eléctricas. Modus operandi que llevan tiempo aplicando en Maracaibo, Mérida, Aragua, Apure y ahora en sectores de la Gran Caracas.

La falla eléctrica duró poco. La tomé como un simulacro. Apagué las luces por si ocurría otro bajón y decidí ir al supermercado porque Internet también se cayó. Como en este país petrolero extrañamente no hay gasolina, fui a pie.

Cumplir con el protocolo exigido para salir en época de pandemia por coronavirus no es agradable. Agota, angustia y me pone tensa, pero resulta indispensable y de gran responsabilidad porque de nuestra salud depende la de otros y si no lo hago bien, podría traer conmigo al temido virus a casa.

En un rincón de la sala habilité un área de descontaminación. En el piso coloco los zapatos y sobre una mesita, guantes, tapabocas, bolsa de mercado, un gel desinfectante que contenga 70% de alcohol para que sea eficiente y una crema de manos porque ya están resecas como lija. La ropa siempre me la pongo y me la quito frente a la puerta que da a la calle.

No sé si a ustedes les pasa, pero cuando estoy a punto de salir me pica la nariz y debo quitarme guantes y tapabocas para rascarla o, cosa que también me ocurre, el celular repica y como los guantes no se deslizan sobre la pantalla, otra vez tapabocas y guantes fuera y a empezar el protocolo de nuevo.

Cuando por fin logro salir, me transformo. Me vuelvo paranoica. Todos, como seguramente seré yo para otros, son posibles transmisores. Nos miramos intensamente y con la misma desconfianza tratamos de alejarnos lo más posible.

Dentro del supermercado manifiesto un trastorno obsesivo compulsivo y a pesar de tener los guantes puestos, limpio con una toallita húmeda todo lo que toco. No confío en nada ni nadie. De los estantes tomo los productos que están atrás y religiosamente mantengo, casi de manera matemática, un metro de distancia con respecto a quienes me rodean.

Al llegar a casa repito el protocolo pero invertido. Me quito la ropa en la sala y la meto en una bolsa. Dejo los zapatos frente a la puerta de la calle no sin antes rociarlos con un spray que contenga alcohol. Allí comienza mi hipocondría. Me tomo el pulso, la temperatura y hasta el ritmo cardíaco con una aplicación de mi celular.

Las compras las coloco durante horas en el área de descontaminación y la ropa la cuelgo en la cuerda del patio para que reciba sol. No me baño como indica el protocolo porque, como ya les dije, aquí el agua escasea y llega con tierra. Así que de nuevo uso toallitas húmedas. Claro, cuando el agua está limpia sí tomo un baño, pero debo hervirla previamente y la uso al día siguiente para dar tiempo a que la tierra sedimente y cual Moisés pueda separar tierra y agua.

Por eso, aquello de que “evitar el Coronavirus es tan fácil como lavarse las manos con agua y jabón”, en Venezuela es solo una frase optimista de lo más complicada de cumplir y es que aquí esta historia se repite en millones de hogares.

Y ahora voy a recostarme porque entre recoger agua, hervirla, mí trastorno obsesivo compulsivo, mis ataques de pánico y paranoia, cumplir con los protocolos de salida y entrada, la angustia por el aire caliente que respiro dentro del tapabocas y mi hipocondría, necesito descansar. Además, mañana, ¡por Dios, qué angustia!, debo ver cuánto subió el dólar. Un abrazo de esperanzas para todos y recuerden, no salgan si no es necesario.

@jortegac15

 


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