En los años setenta del pasado siglo Caracas era una olla de presión cultural que pocos se pueden imaginar hoy. Esa década fue la consagración de nuestro país como cuna de cualquier manifestación creadora. Teatro, artes plásticas, arquitectura, escultura, fotografía, cine, diseño, música fueron algunas de las que más destacaron. El campo musical fue tal vez uno de los más prolíficos.

La llamada música clásica, la salsa, el jazz, el rock, todo eso confluyó en nuestra capital y aparecieron agrupaciones de todo orden y concierto. Con no poca velocidad y menos escasos locales se dieron a conocer una pléyade de músicos que sin complejos de tipo alguno comenzaron a gestar una movida musical que los puso en el más alto nivel. En los barrios aparecieron agrupaciones como Madera y el Grupo Experimental Caricuao. Locales como la mítica pizzería Delia y la Terraza del Ateneo. Salas como Fandango.

Las universidades, otrora cajas de resonancia del acontecer nacional, fueron trampolín para no pocas de ellas. Por ejemplo, El Sonero Clásico del Caribe a mediados de esa década saltó a la fama desde el auditorio de la Facultad de Arquitectura de la Universidad Central de Venezuela. En esa misma facultad estudiaba un muchacho larguirucho y tartamudo, al que muchos llamaban «el Gago», quien vivía cargando maquetas, libros y una guitarra. Ocasionalmente ofrecía a algunos si querían oír una de sus canciones, a lo cual poco caso le hacían. Recuerdo más de un comentario alevoso en los pasillos o cafetines de esa zona. Un poco más allá, en la Facultad de Ciencias Económicas y Sociales, en la Escuela de Antropología, estudiaba un hermano suyo. Eran los hermanos Di Marzo, Evio y Yordano. En 1978, si no me traiciona la memoria, crearon Sietecueros, una banda de vida efímera, pero que marcó el camino de toda una generación.

A partir de allí el mayor de ellos, para algunos no el mejor precisamente, comenzó una carrera que gozó de todos los mimos de la gran industria disquera y comunicacional. Se convirtió en un dios al que todos querían adorar. De esa época es la imagen que acompaña estas líneas. Por todo ello no es extraño que con frecuencia vuelva a escuchar sus discos. De uno de los primeros siempre recuerdo de la pieza «Vivir en Caracas» una frase que me persigue sin descanso: “No puedo llorar por un pasado que no conocí”. Lo mismo me pasa con otra de «Batalla perdida»: “Te dejan el alma vencida y la batalla perdida…”.

Esta última es la que me martillea incesante al enterarme de la detención de Rocío San Miguel. De nuevo la barbarie de estos hijos de 20.000 meretrices y 60.000 satanases se muestra gozosa. El fiscal sale señalando a esta incansable mujer de cualquier añagaza que se le ocurrió, no a él sino a quien lo puso en semejante papelito de verdugo. Si algo le quedó de su paso por las aulas de la Facultad de Derecho es plenamente consciente de que esta payasada no tiene pies, mucho menos cabeza.

Sólo el delirio de una revolución misógina puede pretender montar una mojiganga como esta. Pero bien es sabido que lo de ellos es demostrar lo machos que son, ¿acaso ya se olvidaron del caso de la jueza Afiuni? Y como este par de mujeres son incontables los casos. ¿Acaso no lo demuestran con María Corina Machado? Sin olvidar que la autoproclamada “dirigencia” opositora es tan misántropa como la casta roja rojita.

Y como para que no queden dudas de que ellos hacen exactamente lo que les da su misérrima gana, el ilustre canciller Yván Gil anunció el pasado jueves que el “gobierno” de Nicolás Maduro había suspendido las actividades de la oficina técnica de asesoría del Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Derechos Humanos en Venezuela y otorgaba 72 horas para que su personal recogiera sus macundales y se fueran a echar vaina en otra parte.

Me regresa Yordano: “Historias así no terminan, por menos hay quien asesina, te dejan el alma vencida…”

© Alfredo Cedeño

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