En su origen literario, la fórmula “érase una vez” remite equívocamente al pasado, para darle a la fantasía infantil una pátina de innecesaria dignidad factual. Su pase al cine cuenta, en su belleza y elegancia, con una ventaja adicional. El espectador adulto ya ha asimilado ese salto al mundo imaginario que encontrará en la sala oscura y es para vivir ese encanto que ha pagado su entrada.

Hay al menos dos Érase una vez… mitos de un mismo padre, que permanecen intocados por el tiempo. El primero, de 1968, postula un Oeste como solo un italiano que ha crecido viendo películas de vaqueros puede imaginarlo. Con barones del progreso rapaces, pistoleros justificadamente vengadores y asesinos a sueldo despiadados aunque lleven los ojos azules de Henry Fonda. Y, por si fuera poco, con la belleza arrasadora de Claudia Cardinale como ofrenda a ese Oeste que el director Sergio Leone, máximo exponente del “spaghetti western”, creaba como solo puede recrearse el Oeste. Siguiendo la fórmula de John Ford, otro maestro del western: “Cuando la leyenda se torna verdad, cuenten la leyenda”, como sentenciaba el protagonista al final de El hombre que mató a Liberty Valance.

16 años después, el mismo Leone subía la apuesta con otro Érase una vez… una vuelta a la América de gángsters, poder y codicia de principios del siglo pasado. Lograba otro juego de reflejos melancólicos, mucho más el cuento del tío que se fue a hacer la América, que la América misma.

Entra en escena Quentin Tarantino, alguien para quien el mundo real ya no existe, perdido como está entre recuerdos de cinéfilo (Kill Bill), mundos escapados al abrazo de la Historia (Bastardos sin gloria), y reescritura de clásicos de, entre otros… el spaghetti western (Django sin cadenas). No es extraño que su Érase una vez… transcurra ya no solo en un territorio pasado, recreado míticamente, sino en el corazón mismo del imaginario americano. En Hollywood. Y no en cualquier época, sino en 1969, tiempo de flower power, Vietnam, rupturas y, dato importante, un tiempo en el cual la industria del cine había perdido la iniciativa frente a la televisión y las inquietudes de una sociedad más crítica y más inquieta.

Los protagonistas son un reflejo de esa época. Un actor de televisión y series de clase B que pugna por no hundirse en los estereotipos a los que lo ha llevado una industria sin norte. Y su doble para las escenas de acción. Ambos se implican y complementan, como el amo y el esclavo, cuyos roles están sujetos a la existencia del otro, cada uno aceptando su sino y cargando con su pasado, buscando escapar al tedio del momento histórico que, intuyen, los conduce al abismo del anonimato uno, y la desocupación el otro. Por ello no ocurren tantas cosas en la película cuyo libreto se revuelca en los pastizales de la serie B, únicas películas protagonizadas por el actor, los papeles de villano en las series de televisión (¿alguien recuerda Los Lancero Mannix”?). Esa abulia invade a los demás protagonistas.

Margot Robbie, la Sharon Tate de Tarantino, en una secuencia deliciosa disfruta la actuación de la verdadera Tate, en un filme impresentable de Matt Helm, aquella copia borroneada de James Bond. Y el doble va en peregrinación a un viejo estudio de westerns, solo para encontrar al propietario, ciego y casi prisionero de una banda de inadaptados, tal vez una imagen de ese Hollywood de un pasado que era, y no volvió a ser. Porque de lo que se trata es de visitar ese territorio que parece el pasado (“Érase…”) pero que ha dado un paso en la fantasía del siglo XXI, el siglo de la posverdad, de la Historia que nunca es ella misma, de las fake news y los hechos torcidos por la magia de la tecnología.

Los personajes de Tarantino no hacen más que huir, hacia las películas que han hecho, hacia el pasado no muy feliz del doble y el peligro y el placer de darle una tunda a Bruce Lee (después de todo, los dobles habitan el peligro), o hacia esa reedición italiana de lo que alguna vez fue Hollywood. Y todo para no quedarse en ese marasmo de la televisión, en la cual una niña sabihonda parece dictar las reglas que, además, no tienen sentido en la cosmovisión de los personajes.

La película transcurre así incomprensiblemente, porque lo que ocurre es poco… hasta que el golpe de magia del final termina por decretar el triunfo de la imaginación sobre la Historia. Para recordarnos que nunca hemos abandonado el territorio del “Érase…” y que la historia que conocemos, la de los secuaces de Charles Manson y su orgía de sangre, pudiera ser distinta (como lo era el fin de Hitler en los bastardos sin gloria). Y tal vez pueden ganar −por ser tan crueles como sus villanos− los dos amigos buenos, aunque el espectador sepa que el cuento no terminó así. No importa, porque después de todo estamos en territorio mítico.

Y  un cuento de hadas contado por Tarantino no puede no tener pistolas, cuchillos y lanzallamas, herramientas básicas cuando de contar un buen cuento se trata.

Érase una vez en Hollywood (Once upon a time …in Hollywood). USA. 2019. Director: Quentin Tarantino. Con Leonardo Di Caprio, Brad Pitt, Margot Robbie, Al Pacino, Kurt Russell.


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