“La reina ha muerto. Larga vida al rey.” Fue la proclama que me erizó la piel, durante el acto protocolar de juramentación de Carlos III como monarca. Era la primera vez en la historia que la BBC transmitía en vivo, un acto que, tradicionalmente, se hacía a puertas cerradas. Las exigencias del mundo moderno se impusieron. Todos desde nuestros dispositivos presenciamos el acto solemne y fuimos testigos de una tradición histórica, que desde hace 70 años, casi dos generaciones no tenían el privilegio de disfrutarla.

Acto seguido, la Guardia Real Británica, desde el Castillo de Balmoral, en Escocia, emitió la proclamación oficial del nuevo soberano de Inglaterra, Gales, Escocia, el norte de Irlanda y del resto de los estados democráticos y autónomos que integran la mancomunidad de naciones. Fue un acto digno de observar, con una gran cantidad de simbolismo, grandeza y elegancia. Dicho acto se replicó en Londres con la misma solemnidad.

Fue mi hijo quien me dio la noticia el jueves por la mañana de la agonía de la reina Elizabeth II. Le respondí que hay que prepararse para el inevitable momento que está por llegar. Él me manifestó su tristeza, porque para mi hijo la reina es como su abuelita. Le respondí que, en estos momentos, no tenemos que entristecernos, sino recordar su vida con alegría, y evaluar el impacto, que representó el reinado más longevo de la historia del Reino Unido. Una reina que supo ponerle fin a las antiguas intrigas y conspiraciones de los Tudor, y que logró estabilizar la monarquía más influyente del mundo, introduciéndola con total naturalidad, a las exigencias del siglo XX y XXI. La monarquía británica logró satisfactoriamente convertirse en una monarquía moderna, sin perder su grandeza e influencia política en un mundo que vibra y que se enfrenta, a una batalla campal, sin precedentes, en donde en los actuales momentos, se están poniendo a prueba los valores de la cultura occidental.

Se nos fue una gran reina que, con su cabal majestad, pudo liderar, junto al resto de los jefes de Estados democráticos el mundo de la posguerra hasta el presente sin un solo escándalo. Esto es sin duda, un hecho digno de admirar.

Cuando las instituciones están por encima de las personas, logran prevalecer en el tiempo, sin mayores complicaciones. Lo que estamos presenciando, es la imposición de la Corona por encima de sus líderes. No estamos viendo la transición de Elizabeth II a Carlos III, estamos viendo la acción de una institución, que tiene por lo menos tres siglos. Les guste o no a los detractores de la monarquía, la Corona tuvo, tiene y seguirá teniendo un papel fundamental en la construcción de la civilización occidental. No hubiese sido posible una Europa sin sus monarquías. No hubiesen existido Estados Unidos de América sin un Jorge III. No hubiese existido la Revolución francesa sin una Revolución Americana de la libertad.

La corona es esa gran aliada que necesitamos para defender los valores occidentales, que con tanto esfuerzo y sacrificio logramos construir, y que ahora el posmodernismo, con su relativización absoluta quiere destruir, para imponer un estado totalitario global. En la Corona tenemos los reyes, reinas, príncipes, princesas, duques, duquesas, condes, condesas, marqueses, marquesas, barones, baronesas, señores, señoras, etc., para entender que existe la biología y no las construcciones sociales.

La corona es ese referente moral, que, con todas sus imperfecciones, nos transmite un ideal de belleza y elegancia que todos necesitamos. Es el modelo que todas las damas y los caballeros quieren emular. Las mujeres sueñan con ser reinas y princesas, los hombres desean ser reyes y príncipes, para sus mujeres.

La realeza vive en los castillos y palacios que podemos admirar y fotografiar cuando viajamos. Es la inspiración para los cuentos de hadas. Contemplamos la magnificencia de estas imponentes construcciones medievales que en su tiempo sirvieron como fortaleza de los feudos, y que ahora simbolizan un pasado, al mismo tiempo glorioso y penoso que dejamos atrás. Para avanzar y lograr un mundo más humano, más justo y civilizado.

La Corona nos dice que podemos aspirar a la nobleza espiritual, que podemos ser reyes, príncipes, duques, condes, marqueses, o cualquier otro título nobiliario dentro de nuestros propios hogares. No necesitamos que el monarca nos nombre caballero, para poder perfeccionarnos a diario, y ser nuestros propios soberanos, que podamos transmitirles valores y modelos de vida a nuestros hijos.  Al final ¿es que acaso, no todos buscamos tener una convivencia armónica dentro de nuestras familias? La realeza nos puede enseñar que podemos comportarnos de la misma manera sin ser de sangre azul.

La monarquía es un símbolo de Occidente, como tal, es algo que debemos preservar, admirar, y enaltecer cuando la ocasión lo permite. Más allá del monarca, lo importante es el simbolismo de la monarquía y todo lo que ella representa para nosotros. Presenciar los acontecimientos históricos, que nos identifica como la gran civilización que impera en el mundo, es algo que nos debe hacer sentir orgullosos como occidentales. Por lo tanto, si tenemos la oportunidad de ver como la corona de la Gran Bretaña se impone frente a sus súbditos, se renueva, y avanza hacia al futuro. No nos queda otra cosa mas que complacernos y recordar que gracias a la monarquía tenemos el gran mundo que hoy todos disfrutamos.

Lejos de los que vaticinan un colapso de la monarquía, no veo una república británica en el horizonte. La monarquía tiene dentro de ella un conjunto de tradiciones, que le han dado estructura a la civilización occidental, nada más por eso, la monarquía importa. Y como tal, debemos ayudar a preservarla. Ojalá que tengamos a nuestros monarcas por mucho tiempo, para que podamos seguir siendo junto a ellos, exactamente lo que somos, occidentales.

Honores a su majestad real Elizabeth II, larga vida a su majestad real Carlos III. Viva la monarquía, viva la libertad, viva la civilización occidental.

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