En 1973, un evento trascendental familiar, el nacimiento de mi hijo Froilán, coincidió con el estreno de una película que tuvo sobre mí un impacto importante. Soylent Green, con Charlton Heston como protagonista, y que fue presentada en los países de habla hispana con el título Cuando el destino nos alcance, presentaba un futuro distópico, con un planeta exhausto por catástrofes climáticas y con carencias crónicas de alimento, agua y viviendas. El nombre Soylent era un acrónimo de Soy (soya) y Lentil (lenteja) y se suponía que era un alimento único y universal que estaba elaborado a partir de plancton marino. El detective Frank Thorn (Heston) eventualmente descubre que ya los océanos no producen plancton y que Soylent es en realidad fabricado a partir de cadáveres humanos, recolectados como producto de una elaborada conspiración que incluía formas de eutanasia a escala industrial. Al final de la película, Heston emite su frase final “soylent green is people”.

Pienso en todo esto, analizando decenas, quizás centenares de artículos, donde sectas religiosas, núcleos de millennials,  grupos laicos con escasa o ninguna información científica, e influencers, abarrotan las redes sociales con una suerte de mensaje de esperanza iluminado, según el cual la humanidad será mejor después de la pandemia. Se ha llegado al extremo de literalmente agradecer al coronavirus por los favores recibidos, como si se tratara de una especie de deidad épica y malvada que vino a la Tierra a enseñarle a los humanos que no podían seguir viviendo enfrentados al planeta, como presumiblemente lo están haciendo. Ello a la par de innumerables videos y posts, sin ninguna base científica ni fáctica que atribuyen la aparición del coronavirus a una o múltiples conspiraciones, y donde se arguye a favor de curas herbales mágicas como pudimos apreciar en un post de uno de los “asesores’ de Nicolás Maduro.

La percepción de que tiempos difíciles traen mejores humanos es en buena medida una ficción. De las guerras, las masacres y los exterminios, no necesariamente emerge mejor gente. Es solamente cuando las fuerzas progresistas de la humanidad vencen en los combates contra el mal, por darle una interpretación cuasi-religiosa, y sobre todo cuando del desastre surge educación para las nuevas generaciones, que la catástrofe trae un mejor día. Un ejemplo de ello fue la derrota del nazismo en la II Guerra Mundial, o el nacimiento del estado de Israel. En ambos casos se libraron batallas contra el mal, que culminaron en victorias para el avance de la humanidad. La versión, ampliamente divulgada por los regímenes comunistas autoritarios, según la cual “la violencia es la partera de la historia”, y que se le atribuye erróneamente a Marx, no constituye sino un gigantesco engaño a la humanidad. Decenas de revoluciones violentas y capturas del poder populistas y autoritarias a la venezolana, no han traído sino miseria y control social sobre el pueblo. Ejemplos de ello abundan en Asia, Cuba, África y los países islámicos.

La verdad, dura y compleja, es que las situaciones extremas sacan a la luz lo peor y lo mejor de la gente. Me contaba un querido amigo jefe de una unidad de cuidados intensivos en España, con conocimiento directo de las escenas de gente de la tercera edad, abandonadas a las puertas de los hospitales en Madrid, en la fase final de falla respiratoria, producto del coronavirus, inermes y enfrentados al prospecto de morir solos, y a eventualmente ser incinerados para que sus cenizas retornen a sus familiares. Tan solo un ejemplo de lo que está ocurriendo en los espacios de la pandemia. En Guayaquil, centenares de personas se están muriendo abandonadas en la calle frente a la ausencia de respuesta de las autoridades. Existen muchas evidencias testimoniales de que en los campos de concentración los detenidos tenían conductas extremas de solidaridad o ejecutaban acciones miserables en grado superlativo. Y nadie olvida lo que hizo y lo que le hicieron en esos tiempos. Eso queda en una memoria colectiva dura y definitoria de dramas generacionales.  La tensión sobre la gente no necesariamente estimula la solidaridad, sino más bien variantes de la conducta que podría resumirse en que en tiempos extremos “cada quien abraza a los suyos”. Un ejemplo especialmente perverso de esto es el comportamiento de sobrevivientes de mucha gente que vive bajos regímenes totalitarios, y que fue magistralmente descrita en 1984, la novela de George Orwell.

Al lado de todo esto, está la acción solidaria de muchos que llega al sacrificio de su propia vida. De misioneros, religiosos, soldados comprometidos y héroes anónimos que descubren su llamado en momentos de tensión.

A las dos verdades que están en tensión atareada en las contradicciones de la gente, se une la respuesta de los gobiernos, las organizaciones internacionales y las naciones. Los conflictos a raíz de la actuación de la OMS, y del hecho indiscutible de que China manipuló la información inicial sobre la pandemia, y que ello trajo consecuencias muy importantes en la respuesta de otros países, están apenas empezando a revelar sus consecuencias. Del mismo modo, las diferentes estrategias epidemiológicas implementadas por diferentes países han traído derivaciones muy importantes en la saturación o equilibrio de los sistemas de salud. A todo ello hay que agregarle que las consecuencias de la pandemia son completamente diferentes en la países pobres que en los países más desarrollados. En naciones latinoamericanas, africanas y algunas asiáticas, al terror al contagio se le une el miedo al hambre, la ausencia de agua y de combustible. Esa es la realidad pre-catastrófica de Venezuela. En otra dirección, las respuestas de regímenes autoritarios, que intentan controlar la infección a través de medidas de control policial y militar, se pueden traducir en situaciones permanentes de mayor control social y aislamiento.

Con todo este cuadro multidimensional, es extremadamente difícil hacer predicciones confiables sobre los efectos para la humanidad que la pandemia del coronavirus va a traer. Más allá de las consecuencias económicas, de control social, políticas y sanitarias, sigue gravitando la pregunta de si después de todo esto se despejará en un espacio donde seamos mejores humanos. Cómo en muchas otras cosas, tengo, como diría Gramsci, el pesimismo de la razón y el optimismo de la voluntad. La posibilidad de que salgamos con un mundo más solidario, más consciente de que hay problemas a escala planetaria, como las pandemias y el cambio climático, que requieren una actuación concertada de las naciones, exige en buena medida que se supere el narcisismo que prevalece en las sociedades occidentales. El narcisismo es una actitud que define una conducta de la gente que se genera de una suerte de convicción interna de que el universo estuviera en deuda con ellos, y como si de lo único que tuvieran que preocuparse es de si mismos, sus vidas y sus posibilidades, dando con ello por sentado las garantías que proporciona la vida en una sociedad organizada. El modificar la conducta narcisista depende en gran medida de la educación y de que la gente entienda que es necesario practicar el ejercicio ciudadano responsable, no solamente para preservar la democracia y la libertad, sino, como lo estamos viendo, para estar en condiciones de defendernos de amenazas globales.

El pesimismo de la razón y el optimismo de la voluntad. Actuar para cambiar a pesar de que estamos en un riesgo muy serio de que escenarios distópicos que parecían impensables dejen de ser imposibles.


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