Mientras se sienta que se ríe el alma, sin que los labios rían, mientras se llore sin que el llanto acuda a nublar la pupila; mientras el corazón y la cabeza batallando prosigan, mientras haya esperanzas y recuerdos, habrá vida” (parafraseando a Gustavo Adolfo Bécquer).

Bonita y profunda reflexión esta de Gustavo Adolfo Bécquer, si bien él se la dedicó a la poesía.

Todos estamos influidos por un entorno, es más, en la mayoría de las veces, también por un contexto. Yo crecí en el barrio de Moratalaz, barrio de Madrid que en aquella época podía calificarse como medio. Recordarán ustedes la clase media. La clase media, como la peseta, pasó a mejor vida. Era el parangón, entonces, en los ochenta y noventa del pasado siglo, de las personas hechas a sí mismas. Aquellas que, con perseverancia, habían podido ascender en la pirámide de las clases sociales de clase obrera, es decir, currantes que se dejaban el lomo para llegar a fin de mes, a clase media. La clase media ya te posibilitaba tener un coche, irte de vacaciones una vez al año y poder ir al supermercado y volver con las necesidades de tu familia cubiertas.

En este contexto, el barrio de Moratalaz fue creciendo de la nada, poblándose de estas familias de clase media que, como la mía, eran comerciantes, funcionarios, trabajadores de banca, autónomos y un pequeño etcétera. Casi todas eran familias recién casadas, pues las casas se iban entregando a medida que se construían. Esto posibilitó que los chavales de mi generación, que vinimos a este barrio como críos muy pequeños, tuviéramos la suerte, por lo general, de encontrar a los que más tarde serían nuestros amigos en el entorno cercano. En tu edificio o edificios aledaños, el parque y, cómo no, en el colegio.

No tengo que explicar en este foro que los años del colegio, concretamente el Colegio San Martín, pequeño colegio privado, más tarde concertado, no regentado por religiosos pero ni mucho menos laico, fueron sin duda los mejores años de nuestras vidas; y digo nuestras, porque me atrevo a hablar por mis amigos, por mi hermano, porque son sangre de mi sangre, uvas de un mismo racimo. Es verdad que ahora casi uvas pasas, pero entonces lozanas y brillantes como una gema magnífica. Personas que no solo han marcado mi vida entera, sino que además, tengo la fortuna de que la sigan marcando y espero que así sea hasta el final de mis días.

Desde el principio, fuimos familia. Y no únicamente nosotros. Entre nuestros padres, ya fueran vecinos o compañeros del colegio, también se estableció un vínculo, vínculo que aún permanece entre los que siguen con nosotros, ya que, desgraciadamente, por la edad que van teniendo, van cayendo. “Si te cuentan que caí, besa al vuelo mi herida de paloma”(Miguel Bosé).

Así pues, para muchos de nosotros, los padres de nuestros amigos han sido también familia. Nos han llevado al zoo, al cine, a la piscina. Hemos dormido en sus casas. Hemos estado, siendo críos, bajo su responsabilidad.

Por mi parte, solo tengo agradecimiento en el corazón y muchos recuerdos que me acompañarán en mi camino postrero. Y a muchos de ellos aún presentes porque, a pesar de que ya tenemos cincuenta y tantos, la generación de nuestros padres es realmente dura, de las que no doblegan la rodilla sino ante Dios.

Por eso, cuando ayer recibí la noticia de que el final de la madre de mi amigo Ángel, Marilola, es inminente, le llamé en cuanto el ritmo de los días, frenético en esta ciudad, me lo permitió.

Hay voces que te acarician el alma, y hay actitudes que, aún en la adversidad, aún en la demanda de consuelo, sin embargo te consuelan a ti. En este sentido, mi amigo me explicó que, aunque es duro decirlo y sobre todo sentirlo, el final inminente era lo mejor, casi un consuelo.

Marilola no vive en su cuerpo desde hace más de dos años. Marilola no es sino una carcasa vacía de quien fue. A Marilola, hace dos años, se le escapó el alma hacia nuevos horizontes. Marilola, desgraciadamente, tiene alzhéimer.

Ángel, como he dicho, me reconfortó con su entereza, la misma que tuvo cuando perdió a su padre con menos de setenta años; la misma que tuvo Paco cuando perdió a su madre por el maldito covid; la que tuvo Carlos cuando un aneurisma se llevó al suyo en minutos. No obstante, Ángel guardaba un lamento. Su madre no tiene siquiera la fortuna de llevarse sus recuerdos.

Yo, sin embargo, creo que sí los lleva consigo, o al menos quiero creerlo. Se los llevó cuando abandonó su cuerpo, cuando emprendió un camino que sin duda la habrá llevado al mejor de los destinos. Y allí estará con Ángel, su marido. Viendo cómo se extingue, por fin, su cuerpo, que ya hace demasiado tiempo que dejó de ser ella.

Solo al final del corredor, miro las fotos que retrataron mi alma. Se están borrando”(Mclan).

En recuerdo, añorante, de aquellos años en los que fuimos puros y felices.

 


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