Inmovilizados por calma chicha los galeones del gobierno y de la oposición, ambos con sistema de pilotaje averiado y focos de amotinamiento en la tripulación, pululan en los medios electrónicos los aspirantes a salvadores de la patria, un conjunto heterogéneo de obsesivos nerd de la estrategia, vociferantes casandras del “yo lo había dicho”, peligrosos infiltrados sembrando odios y guerra de todos contra todos, improvisados y sabiondos politólogos, todólogos analistas de dudosa ortografía y variopintos iluminados que se autoproclaman poseedores de la fórmula soteriológica capaz de acabar en un santiamén con veinte años de mortal desgobierno.

Eso es democracia, pensarán algunos, voces múltiples incluso en su momento cacofónico, pero aun así más aceptables que el absolutista y aplanador monólogo del amo tirano. Sea, pero sin olvidar que en la época del facilísimo y brevísimo Twitter incontrolable, anónimo, manipulable, multiplicable y transmisible urbi et orbi por cualquiera, el atributo de “democrático” debe asignarse con cierta prudencia porque tales liberalidades conllevan importantes déficits de credibilidad, control de fuentes y reconocida autoridad profesional y moral del emisor. Sea como fuere, esa cacofonía debe ser estudiada porque arroja luces sobre el perfil y momento político-cultural de una sociedad y permite detectar manipulaciones, estado de la opinión pública y criterios dominantes.

De entre los varios conceptos que circulan, con algún fundamento o con chances de convertirse en praxis política, uno sobresale, perfectamente disfrazado de sensatez y con apoyaturas internacionales: el de “transición”. Para salir de veinte años de horror, grave y polifacético atraso y mortal derrumbe de la calidad de vida, habría que transitar un amortiguador período especial, o de transición, entre la presente dictadura y la futura y plena democracia, período hecho de renuncias, cohabitaciones forzadas y tolerancia recíprocas; un paso adelante y otro atrás (valse hésitation lo llaman los franceses); esto es, gobierno transitorio bajo el criterio de una neopuntofijista entente cordiale gobierno-oposición en que una disidencia con pañuelo en la nariz fingiría, por amor de patria, que chavistas y maduristas se equivocaron de política sin mayores efectos colaterales, al punto de poderles otorgar amplísimas amnistías a su parte delincuente para que se reeduque sin mayores contratiempos a la democracia ortodoxa, o si lo prefiere “se instale en alguna lejana playa a disfrutar en paz” su mal habido botín. En Lima, Oslo y Estocolmo, países amigos que no están interesados en ver a Venezuela convertida en cabecera de puente del comunismo en la región, trabajan en esa línea. El método, aseguran los teóricos de la materia, ha sido practicado por países que se sacudieron sus yugos absolutistas. Transicionistas locales especializados en universidades del norte pujan porque se adopte esa estrategia, cosa de evitar las supuestas explosiones sociales que generaría un cambio brusco sin colchón amortiguador. Sin embargo, sus prudentes fórmulas de manual pudieran resultar de difícil e incluso indeseable aplicación a un caso de tan extremosa aberración política, social, económica y moral como el chavista venezolano, urgido tal vez de revulsivos más que de paños calientes.

En días recientes, en un breve y lúcido artículo que enfoca el tema desde el ángulo legal, el insigne jurista Alberto Arteaga denuncia el posible y enésimo intento de aplicar al caso una “justicia transicional” que debiera avalar y dar visos de legalidad a la antes descrita entente cordiale. Venezuela nunca disfrutó de un pleno Estado de Derecho, nuestra imperfecta justicia ha vivido más bien de transición en transición, haciéndose responsable de procesos injustos en los que hubo más venganzas personales que justicia y olvido de las verdaderas víctimas. Más que otro episodio de justicia transicional, concluye, Venezuela necesita aprovechar la presente excepcionalidad para instaurar de una vez por todas una praxis jurídica no-transicional, “pasar a un verdadero sistema de justicia… con renuncia de los partidos al reparto del poder judicial”.

Añadamos a lo anterior otro breve análisis del problema desde el ángulo moral y político, para reforzar la inconveniencia de incorporar a la historia nacional otro lamentable episodio de transicionismo que, de prosperar, pudiera arrojar, como veremos, incalculables y catastróficos daños a futuro.

Primero y principal: el caso de la Venezuela chavista-madurista no tiene antecedentes regionales ni mundiales, lo que hace apriorísticamente inviable normalizar recetas foráneas de transicionismo para aplicárselas al país. Lo único descontado en el caso de especie es la llegada de un militar más al poder (Chávez fue el vigésimo sexto en la historia del país independiente). Inéditos y concomitantes son en cambio los componentes siguientes:

  1. Chávez, principalísimo responsable de la tragedia nacional, fue el dictador militar más rico y dadivoso de la historia de la humanidad; en su personal Chimborazo, dilapidó 1.000 millardos de dólares para dejar al morir un país en ruinas.
  2. Los gobiernos chavistas han asesinado disidentes, torturado, perseguido, obligado al exilio o dejado sin inmunidad a decenas de asambleístas o líderes políticos y encarcelado miles de manifestantes y opositores (en este momento quedan unos 800 presos) en tenebrosas e inhumanas cárceles.
  3. Ellos han conducido un país propenso a la bipolaridad a exasperar esa patología: Venezuela, país de urbanizaciones y ranchos, cuenta hoy con dos fiscales generales, dos tribunales supremos, dos asambleas y dos presidentes, unos legítimos con menguados poderes, otros usurpadores y con exceso de poderes; un caso único.
  4. La populista laxitud jurídica de su “socialismo del siglo XXI” propició una aberrante elevación en la tasa anual de homicidios, impunes a más de 90%, que alcanza niveles fuera de parámetro: de 25.000 a 30.000 al año (para ponderar debidamente este dato, recuérdese que en 2018 los casos de homicidio fueron 807 en Francia, 737 en España, y 319 en Italia) convirtiéndonos en uno de los países más inseguros y peligrosos de la Tierra. Entre los autores de estos asesinatos figuran en buen lugar los cuerpos policiales del régimen y sus “colectivos” (gente de barrios cooptada y armada por el chavismo), copia carbón de las “escuadras” fascistas.
  5. El régimen destruyó en 3 ocasiones el valor de la moneda nacional: la deuda soberana se ubica hoy entre 125 millardos y 175 millardos de dólares, durante el quinquenio Maduro (en datos probablemente edulcorados del Banco Central), el PIB perdió 52,4% de su valor y el FMI calcula que para finales de 2019 la inflación rondará 10.000.000%; se sigue regalando petróleo a Cuba y el Caribe y electricidad a Brasil mientras decenas de venezolanos mueren diariamente por falta de medicinas, agua, electricidad y alimentos; el sueldo promedio de un trabajador se ubica hoy en los 10/15 dólares mensuales, el de un profesor universitario de larga carrera en los 20/35 dólares.
  6. El país con las mayores reservas mundiales de crudo carece hoy de combustibles para uso interno; las nacionalización de prósperas empresas nacionales concluyó en pérdidas colosales, y prácticamente destruidos quedaron los tres gigantes industriales del país en manos del Estado: Pdvsa, Guayana y Uverito.
  7. El saqueo de las riquezas erariales por los chavistas, colaboradores y testaferros superó escandalosamente la sumatoria de todos los saqueos anteriores; ex funcionarios del régimen han calculado que en 20 años fueron robados entre 300 millardos y 600 millardos de dólares.
  8. Desde hace años el país carece hasta de 80% de las medicinas e insumos hospitalarios necesarios, su producción de alimentos, sus reservas de agua potable y generación de energía están al colapso; cientos de personas mueren semanalmente por causas todas imputables al gobierno y no a imaginarios “cercos imperialistas”, casi 4 millones de venezolanos han huido del país buscando sobrevivir, entre ellos decenas de miles con estudios de tercer y cuarto nivel, la flor y nata en hidrocarburos, medicina, economía y otros, invalidando el enorme esfuerzo educativo del período democrático y su Plan Ayacucho.
  9. Altos personeros de los gobiernos chavistas, militares y hasta miembros de la familia presidencial han quedado envueltos en comercios y transportes de droga.
  10. Los sistemas nacionales e internacionales de transporte quedaron devastados: el país perdió totalmente su flota mercante y casi toda su flota petrolera, la aviación civil está reducida a la canibalización de aviones para un penoso sobrevivir y 15 vectores aéreos internacionales (así como los cruceros marítimos) han abandonado el país; el número de pasajeros internacionales ha mermado en 85%; los planes viales y ferroviarios fueron abandonados tras acumular enormes deudas no canceladas, el parque automovilístico nacional es hoy el segundo más vetusto del continente y la tasa de muertos en carretera entre las más elevadas del mundo.
  11. Desapareció la libertad de comunicación, del emitir y del recibir: muchas decenas de periódicos y medios radioeléctricos desaparecieron por acoso o clausura, a emisoras internacionales mal vistas por el régimen se les bloqueó el ingreso al espacio nacional, ya no quedan televisoras de la disidencia, el correo ha prácticamente desaparecido por su deuda impaga con administraciones foráneas, la telefonía móvil pública y privada y la red electrónica son mantenidas en estado de subdesarrollo profundo: la velocidad de Internet figura entre las peores del continente y dominios críticos son sistemáticamente bloqueados; Venezuela es el único país de la Tierra cuyo presidente Chávez, con el decreto 6649 de marzo 2009, prohibió la adquisición y empleo de móviles e Internet en la administración pública por tratarse de “gastos suntuarios”.
  12. Es un hecho la abyecta degradación de la gente de menores recursos a pordioseros agradecidos gracias a la distribución selectiva (solo para chavistas con Carnet de la Patria) de alimentos esenciales, un caso extremo de inducida degradación moral del ciudadano entretejida con enormes desfalcos e incurias tipo “Pudreval”.

Compárese este cuadro, forzosamente incompleto, con lo que se sabe de otras dictaduras o autocracias contemporáneas, con la Libia de Gadafi, el Irak de Hussein, la Corea del Norte de la casta Kim, la Siria de Al-Asad, el Zimbabue de Mugabe, el Irán de las teocracias, el Zaire de Mobutu, el Singapur de Lee Kuan Yew, el Chile de Pinochet, la Argentina de Videla y hasta la Cuba del clan Castro. En varios de estos países se produjeron situaciones análogas a las venezolanas, o hasta peores en aspectos puntuales, pero en ninguno de ellos llegaron a acumularse, ni de lejos, todos los parámetros negativos presentes en nuestra devastación nacional. Correspondió a Venezuela, un país lanzado hace un cuarto de siglo al futuro y a la prosperidad, con vocación de primer mundo, tocar fondo en materia de incompetente y perversa abyección totalitaria tardíamente inspirada en una ideología ya difunta.

De difícil a imposible, pues, conceder decoro, legitimidad y utilidad a un período de transición que implique acuerdos entre la parte honesta de Venezuela y un indigno régimen responsable de su catastrófico estado actual. Pero hay otro motivo capital para rechazar esa triste y humillante negociación que marginaría y deprimiría una vez más la parte sana del país, y es la prueba por sus consecuencias más previsibles. Los gobiernos cívico-militares chavistas han cometido graves violaciones de los derechos del hombre, al buen manejo de bienes públicos, de la Constitución del país y de leyes y pactos internacionales, y sobre ellos la unánime sociedad nacional debe hacer recaer ejemplares sanciones, un deber moral y jurídico inaplazable si no queremos para el mañana una invivible Venezuela de gentes arrepentidas de haber sido honestas y que abandonan la última esperanza de tener un país mejor. Preguntémonos: tras un período de transición tal vez de años, de ministros disidentes y chavistas trabajando juntos, de poder judicial legalizando la seudorreconciliación, de silencios, ocultamientos y olvidos para no enturbiar esa enrarecida atmósfera y de generosas amnistías ya oficialmente ofrecidas ¿qué sector de la administración pública se atrevería a pedir enjuiciamientos y apertura de procesos contra instituciones y personeros de los regímenes chavistas? Todo quedaría enterrado a nunca jamás, sobrevivirían reforzados la libertad de saqueo, el pranato, la inseguridad, la escasez y la falta de libertades.

Decía Gonzalo Barrios, hace decenios, que en Venezuela ya no quedaban razones para no robar. Pero hay situaciones, en la naturaleza y en el devenir del hombre, en que un cambio cuantitativo sorpresivo y fuera de norma produce un salto cualitativo. El saqueo chavista de los bienes nacionales, increíblemente superior a todos los del pasado, es un caso así: ha hipostasiado el robar y elevado la impunidad casi a derecho consuetudinario, un delito macro que esta vez no puede y no debe quedar sin sanción. Si se fuese a otorgar impunidad a quienes han robado centenares de millardos de dólares, se estaría condenando Venezuela a ser de por vida un país del robo en el que se disfruta de patente de corso vitalicia para saquear riquezas públicas; un país cuyos “políticos” se pelearían la presidencia y demás cargos públicos solo para turnarse en el saqueo de los bienes nacionales.

No estamos evocando la necesidad de una Inquisición, de un Robespierre, de un neomacartismo que protagonicen episodios de terror jurídico. Quienes han enseñado o aprendido nociones de Filosofía Moral saben que la laxitud y el rigorismo son dos indeseables aberraciones tanto de la norma moral como de la jurídica, y que la justicia –virtud suprema del buen convivir, decía Platón– debe administrarse como la pintaban los antiguos, con los ojos vendados, igual para todos, solo guiada por el espíritu de las leyes y la necesidad social de asegurar sin miedos imparcialidad y un merecido castigo de efectos disuasores y educativos en función de un buen gobierno. Las dictaduras chavistas practicaron la aberración laxista para generar violencia; la democracia no debe oponerle la aberración rigorista, pero sí aplicar justicia para que los venezolanos volvamos a confiar en el derecho.

Hay que sacar a Venezuela del profundo y corruptor barranco en que la hundieron, y este pareciera ser el momento propicio. Más que transiciones edulcoradas y laxas que solo reconfortarían una sociedad de la componenda, del robo y la ley del más fuerte, el país que anhela un futuro moral y jurídicamente mejor siente que el Venezuela necesita más bien algo parecido a un electroshock judicial, una suerte de Nüremberg criollo para los grandes saqueadores de la nación, productor de un poderoso efecto-escarmiento que dure generaciones y asegure a nuestra descendencia un reabierto camino al progreso, a una mejor calidad de vida, a más seguridad y honestidad. Será la buena manera de aprovechar la dura lección de estos dos decenios, de honrar sus pacientes héroes y sus muertos, y propiciar el advenimiento de una mejor Venezuela.

 

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