Óscar Pérez, Masacre de El Junquito

Qui vis pacem, para bellum.

Quien quiera la paz, que prepare la guerra.

Proverbio latino

En marzo de 1952, Fulgencio Batista, que había sido presidente de Cuba electo democráticamente entre 1940 y 1944, cuando le cedió el mando al también democráticamente electo presidente Ramón Grau San Martín, a quien sucediera desde 1948 el doctor Carlos Prío Socorrás, dio un golpe de Estado y estableció la dictadura que sería derrocada por las armas, el 1 de enero de 1959.

La respuesta al golpe batistiano y a su feroz dictadura dividió a demócratas y revolucionarios cambiando el rumbo de Cuba de una vez y para siempre. Por lo menos desde entonces hasta el día de hoy, sesenta años después. Pocos meses después del asalto al poder por Batista, el 26 de julio de 1953 emerge una figura esencial no solo de Cuba sino de Latinoamérica y Occidente: Fidel Castro. Un estadista de talla mundial. El mayor soldado y estratega político de la modernidad latinoamericana. Comprendiendo la inutilidad de luchar pacíficamente contra el dictador y convencido de que no había otra vía de solución al problema cubano que el de desechar todo pacifismo electorero y dar inicio a una lucha armada para echar a andar la Revolución cubana, en principio estrictamente democrática y liberal, decide asaltar el Cuartel Moncada, en Santiago de Cuba, con dos propósitos, como nos lo recuerda Huber Matos en su estremecedor relato Cuando llegó la noche: “El asalto tenía dos propósitos: capturar armas para proseguir e intensificar la lucha y producir un gran impacto político que dejara consagrados un liderazgo y una estrategia. Si el plan fracasó en su primer objetivo, en el segundo alcanzó un éxito rotundo”. Huber Matos, Cuando llegó la noche, Tusquets, Barcelona, 2002, pág. 50.

Que ese éxito se traduciría en una lucha despiadada y sin cuartel en las ciudades y los llanos cubanos, en donde dejaría centenares de muertos, fortaleciendo la presencia de las guerrillas en la Sierra Maestra, calzaba a la perfección con la estrategia castrista. Cuyo fin no era precisamente el de quitar a Batista para poner en su lugar un gobierno democrático burgués, sino apoderarse del Estado cubano y acometer una transformación socialista de su sociedad. De la que daría cuenta cuando ya empoderado y fortalecido en el cargo supremo declararía que era marxista leninista. Y lo sería hasta el día de su muerte. Para luego empeñarse en su principal propósito: aliarse con la Unión Soviética y enfrentarse en una guerra a muerte a Estados Unidos.

El propósito de democratizar a Cuba, que jamás existió en su proyecto, sí se cumplió en la Venezuela de Rómulo Betancourt, la contrafigura de Fidel Castro, tanto o más valiosa e importante que él, cuyo afán por liberarse de la dictadura de Pérez Jiménez corre paralelo al del castrismo de liberarse de Batista para apoderarse del Estado y la sociedad cubanas. Que al cabo de estos sesenta años ambos procesos se encuentren entremezclados desde posiciones distintas y que los mismos que derrocaron por las armas a Fulgencio Batista ahora respalden y mantengan en el cargo de mandatario en Venezuela a un agente de los aparatos de seguridad cubanos –el afamado G2– y constituyan el obstáculo principal al logro de su sustitución y el comienzo de la redemocratización de la República, no es un azar. Es la historia de nuestras sociedades, que, una vez más,  se muerden la cola.

Pero es importante que quienes pretenden sacar a Maduro “por las buenas”, sepan que luchan contra quienes sacaron a Batista “por las malas” y no permitirán dejar la satrapía que le da vida y alimento a la isla sometiéndose al proceso electoral que no permitieron en Cuba.

Importa destacar la ausencia de un liderazgo venezolano libre de la esclavización legalista y electorera, que mantiene atada de pies y manos a la oposición democrática. No hay, en rigor, nadie que asuma las decisiones que asumiera el Movimiento 26 de Julio: enfrentarse al tirano armas en mano. No para dar al traste con nuestras tradiciones democráticas, sino precisamente para fortalecerlas, reivindicarlas y volver a ponerlas al frente de nuestro Estado de Derecho. No sería la primera ni la última vez que se cumpla a la perfección el famoso dictado de la tradición bélica romana: Qui vis pacem para bellum. Quien quiera la paz, que se prepare para la guerra.

Sabe el castrocomunismo gobernante en Venezuela que la vía electoral es el principal yugo que encadena a la oposición. Y sabe también que mientras cuente con una oposición castrada para otras vías de acción política que no sea la electoral, podrá afianzarse en el poder tanto tiempo como quiera. Por eso asesinó con la mayor brutalidad, absoluta impunidad y total alevosía al único líder venezolano que estaba dispuesto a enfrentarlo con las armas en las manos: Oscar Pérez. Sin que la llamada oposición democrática comprendiera la tragedia que ello implicaba. Y ha elevado a las alturas al único líder incapaz siquiera de imaginarse al frente de destacamentos dispuestos a enfrentarse con las armas a la tiranía.

Leopoldo López ya fue amaestrado. Y quienes en el pasado osaron librar las luchas de calle que pusieron al régimen al borde del desastre se encuentran en el exilio. Oscar Pérez, el único opositor con guáramo como para asumir una guerra de liberación nacional, fue brutalmente asesinado por quienes saben que no hay otro camino para salir de ellos. El 6 de diciembre el pueblo reiteró su rechazo a seguir en la onda electorera, hoy representada por Guaidó. Los partidos no existen. ¿Cuál es la estrategia dominante en los sectores vivos de la oposición? ¿O será que también están muertos?

@sangarccs

 

 

 


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