Educar la mente sin educar el corazón no es educar en absoluto» (Aristóteles)

A ver si va a ser eso. Que la revolución educativa viene de ahí. Habrá gente que crea y diga que la educación no solo consiste en llenar la cabeza de los alumnos de conceptos y contenidos de las asignaturas, sino que también hay que educar las emociones. Y yo coincido en este punto. Ahora bien, no creo que las emociones sean la misión principal de la escuela. La cita atribuida al filósofo griego Aristóteles (siglo III a. C.) dice así: «Educar la mente sin educar el corazón no es educar en absoluto«. La escuela es una pequeña sociedad en la cual los profesores o maestros imparten asignaturas específicas a sus alumnos de interés esencial: Matemáticas, Lengua, Física, Biología, Literatura, Historia, Francés, Inglés, Filosofía, Latín, Ética, Educación Física, Informática, etcétera. Estas asignaturas ayudan al alumno a estar preparado para la vida. Yo añadiría otras asignaturas como Educación Sexual y Educación para la Ciudadanía que entra y sale de las programaciones escolares dependiendo de la gestión política del gobierno en el poder. Esto tendría que cambiar de una vez porque destila, lisa y llanamente, adoctrinamiento. La enseñanza de esas materias supone un valor imprescindible para todo aquel que quiera desenvolverse aceptablemente bien en la sociedad. Un ejercicio ideal del trato de la asignatura de Ética podría ser la exposición en clase de los conceptos de empatía, acoso, solidaridad y respeto facilitando ejemplos cotidianos (sucesos en prensa y televisión) y tratar de hacer ver a los alumnos diferentes perspectivas, enseñarles a ver y oír más de una versión sin imponerles una.

Estos días, los profesores españoles estamos revueltos porque los medios de comunicación informan de los futuros cambios en el sistema educativo con la última reforma educativa, Lomloe, Ley Orgánica de Modificación de la LOE (año 2020). Una nueva forma de educar que hace hincapié en las competencias «El nuevo currículo escolar: menos saberes enciclopédicos y más saber hacer» (Heraldo de Aragón, 26.3.21).

El caso es que, como reconocemos muchos profesores, venimos reduciendo y simplificando contenidos desde el año 1990 en que comenzó a aplicarse la Logse (Ley Orgánica de Ordenación General del Sistema Educativo) y dando más importancia a los procedimientos y actitudes de los alumnos. He de admitir que estos dos aspectos de la evaluación motivan al alumnado a lograr mejores resultados y ver recompensado su trabajo diario en clase.

El objetivo de una buena escuela debería ser siempre enseñar de manera enciclopédica. Ojalá hubiésemos logrado esto; sin embargo, parece ser que a algunos les disgusta este aspecto de la escuela y prefieren conseguir resultados prácticos inmediatos. La idea subterránea es vencer el fracaso escolar –léase alumnos suspensos– facilitándoles el aprobado fácil. Esto tiene que ver con enseñar y aprender, escuchar y atender, impartir conocimientos y saber recogerlos. Dicho de otra manera, coger el fuego y guardar la llama.

La educación consiste, entre otras cosas, en romper la cáscara, en hacer preguntas, en pasar momentos aburridos en clase realizando tareas repetitivas o ejercicios. Todas estas actividades forman al individuo.

Conviene recordar que la educación es un proceso que no termina nunca. Considerar la educación como un medio para lograr un fin supone un desprecio a la labor de la escuela. En la escuela el profesor trabaja con sus alumnos todos los días. Cada día se enseña algo, cada día se aprende algo. Este es el lema.

Un trabajo añadido en el aula es el de enseñar a los alumnos a escuchar una negativa y a saber aceptarla, puesto que algunos de ellos asisten a la escuela sin conocer los buenos modales que deberían haber recibido de sus padres en casa. Cuando uno de estos chavales entra en un aula cree merecer toda la atención y piensa que puede obrar de igual modo que siendo el rey de la casa. Con todo en contra, el profesor ha de intentar educar también (recuerde la cita de Aristóteles) este aspecto emocional desatendido. Mas no olvidemos que el objetivo inequívoco de un profesor es impartir su asignatura por encima de todo lo demás.

Imagine ahora, amable lector, que es usted padre de un chico que llega a casa con más de una asignatura suspensa. Su reacción podría ser de indiferencia, pero esta reacción no es la de un buen padre, de un padre que quiera a su hijo. Dejando esta actitud al margen, podría estar disgustado por los resultados y buscar cómo ayudar a su hijo. Una manera sería culpando a la escuela y al profesor que le suspende. Otra sería culpar a su hijo y ver si dedica tiempo al estudio o a otras actividades. De todas las posibilidades que se me ocurren, la de culpar al profesor resulta la más cómoda. Muchos padres eligen esta. En este cruce de caminos se abren otras opciones: quiere ver las pruebas de exámenes, cómo evalúa el profesor, qué ha hecho mal el docente con su hijo, qué puntos positivos de su hijo no se han tenido en cuenta. Quizás decida pedir el papel del examen para copiarlo, cuestionar la corrección del profesor, o incluso pagar una academia para que su hijo consiga aprobar la asignatura valiéndose de esa artimaña. No ha querido dedicar unos minutos de su tiempo a conocer el trabajo del profesor y la valoración más completa del día a día de su hijo (interés, trabajo, atención).

Si, por otro lado, quiere a su hijo también y no es mezquino, habla con él y pide ayuda al profesor, interesándose por el trabajo de su chaval en clase, la actitud y, pide el examen y una explicación de los errores y aciertos al profesor, dejándose aconsejar por este.

La escuela no es el fin, sino el camino en el cual uno aprende también a fracasar. Quien no haya aprendido esto, no ha aprendido nada.


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