Crisis es un término que tiene su origen en las ciencias médicas. Con él se aludía al punto determinante de una enfermedad en el que su curso positivo o negativo se definía. Fue en época más reciente que su sentido y alcance se amplió para también significar “una transformación decisiva que se produce en cualquier aspecto de la vida social”.

La crisis puede ser global o estar restringida a un país en particular. Cuando el mundo es el que cambia nos encontramos ante una crisis histórica. Este último fue el caso del Renacimiento, período iniciado en Italia y propagado por Europa que va del 1550 al 1650, en el cual acontecen hechos significativos que dan lugar al tránsito del cristianismo al racionalismo humanista. Tales eventos son producto de una estela mayor que va a estar representada así: el descubrimiento de América, la concepción antropocéntrica del mundo –según la cual el hombre es el centro del universo–, la aparición de la imprenta y la presencia de los Estados nacionales. Así, el cristianismo se ve impelido a abrir sus puertas para darle entrada al racionalismo humanista.

El tema ha sido tratado agudamente por pensadores como Saint-Simon (Introducción a los trabajos científicos del siglo XIX), Augusto Comte (Discurso sobre el espíritu positivo) y José Ortega y Gasset (“Esquema de las crisis”, texto incluido en su libro En torno a Galileo); pero según Nicola Abbagnano, autor del imprescindible Diccionario de filosofía, Ortega y Gasset es quien ha analizado el asunto más brillantemente.

Y qué nos dice el agudo filósofo español. Pues esto: hay crisis histórica cuando el sistema de convicciones de la generación anterior es sucedido por un estado vital en que el hombre se queda sin aquellas convicciones, sin mundo. El hombre vuelve a no saber qué hacer, porque vuelve a no saber qué pensar sobre el mundo. Se siente entonces un profundo desprecio por todo o casi todo lo que se creía antes. En tales momentos, resalta Ortega, son frecuentes las posiciones falsas, fingidas. Generaciones enteras se falsifican a sí mismas, esto es, se embalan en estilos artísticos, en doctrinas, en movimientos políticos que son insinceros y que llenan el hueco de las auténticas convicciones. Las opiniones consisten en repetir lo que se oye decir a otros. La gente es un yo irresponsable que abre la puerta al fenómeno de la rebarbarización. Como el albatros la víspera de la tormenta, el hombre de acción surge en el horizonte en el albor de toda crisis.

Hasta allí dejo ese delicioso abreboca que nos legó Ortega y Gasset y pasamos a ocuparnos de la tragedia que hoy vivimos los venezolanos.

Es imposible saber si los cambios profundos que experimentamos en nuestro país desde el inicio del gobierno revolucionario presidido por Hugo Chávez, es o no parte de una crisis global que se manifiesta de manera intermitente de Norte a Sur y de Este a Oeste. Lo indubitable es que ellos nos han afectado en todos los órdenes de nuestra existencia. No hay nada que aquí no esté trastocado. La cadena de realidades y hechos que a continuación registramos dan fe del alto grado de alteración.

La democracia desfallece ahíta de tanto autoritarismo rojo, la industria produce un mínimo porcentaje de su capacidad instalada, la libertad de prensa está totalmente maniatada y subsiste por el empecinamiento de pocos héroes, el hambre exhibe sus peores vestimentas, los hospitales públicos se han transformado en centros inhabilitados para atender enfermos de escasos recursos, la industria petrolera padece malestares que son propios de estadios calamitosos, los amigos y las familias se distancian por la emigración creciente, la justicia se limita a enjuiciar opositores y a recibir pagas que deshonran por sentencias tarifadas, los centros de enseñanza se vacían de alumnos y maestros, la Fuerza Armada Nacional está saturada de altos oficiales que no tienen subalternos bajo sus órdenes y el gobierno entrega las minas de Guayana al bandidaje. La retahíla es mayor pero lo indicado es más que suficiente.

Con la revolución la vida de los venezolanos se ha retraído, como bajamar. Inexorablemente el ascenso de las aguas vendrá, pero no sin antes deslastrarnos de culpas como colectividad dispendiosa, añorante del caudillaje militarista y dependiente acérrimo de la renta petrolera.

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