Mario Briceño-Iragorry (Trujillo, 1897 – Caracas, 1958) es uno de los escritores más importantes de Venezuela. Puso todo su talento al servicio de entender el fracaso del proyecto nacional, sus causas principales y dar aportes que hoy se consideran fundamentales para la necesaria refundación nacional que muchos reclaman.

Su elevada formación, su dilatada y profunda obra escrita y su actuación pública, hacen de este trujillano universal uno de esos héroes civiles cuya vida y obra todo venezolano debe conocer, leer, aprender y tomar en cuenta, si queremos ir las causas profundas que nos han llevado desde 1811 de fracaso en fracaso, con algunos destellos –importantes por lo que iluminan– del país posible.

Entre los argumentos principales de sus reflexiones está la crisis de pueblo, como la llama expresamente.  La carencia de un sentimiento de pertenencia a una sociedad que es el fruto del esfuerzo común, de una cultura compartida, de un lenguaje en el que son entendemos y un territorio que conocemos y compartimos, es la causa principal de la crisis continuada que nos lleva de fracaso en fracaso.

Carecemos de los relatos históricos en los cuales vernos e identificarnos, no solo en el orden nacional, sino en los relatos de nuestros lugares –ciudades, pueblos y aldeas– y que nos convenzan de pertenecer plenamente a esta realidad llamada Venezuela y comprometernos con ella.

El relato nacional desconoce el pasado indígena, no porque no existan o haya existido investigadores que pusieron en claro esas realidades originarias, sino porque las conocemos solo como anécdotas guerreristas, muchas veces románticas e idealizadas, vinculadas a la resistencia indígena, sin mayor indagación a la cultura heredada por nosotros.

El pasado español entre 1500 y 1811 es un desierto histórico que don Mario se empeñó en cubrir con admirables esfuerzos, como los “Tapices de Historia Patria” y otros ensayos. Se empeñó en convencernos, sin lograrlo, de que las realidades de lo que somos como pueblo se forjaron en esa fragua de doscientos años de fecundo mestizaje humano e institucional.

Y advirtió con empeño como una historia nacional que parece iniciarse de la nada a partir de 1811, tejida solo a partir de las efemérides de la Independencia y de sus héroes militares, han causado mucho daño en la tarea de nuestra conformación como pueblo, pendiente siempre del hombre de charreteras.

De allí viene el culto a la casta militar y a los valores castrenses: la jerarquía, el mando y la obediencia, el autoritarismo y el gusto a la quincalla guerrera y al lenguaje marcial, frente al desdén al trabajo en equipo, a los acuerdos, al convencimiento cordial, a las conversaciones, al trabajo civil y cívico. El trabajo diario y abnegado del que siembra, educa, cura, construye y produce bienes y servicios no genera admiración ni reconocimiento. Nuestras calles y avenidas, plazas y parques están llenas de héroes militares y escasas de próceres civiles.

Ese talante castrense no es el más apropiado para crear repúblicas democráticas, habitadas por hombres libres. Ya lo advirtió el propio creador de la casta militar venezolana y también su primera víctima: Simón Bolívar:

“Es insoportable el espíritu militar en el mando civil”.

“Huid del país donde uno solo ejerce todos los poderes: es un país de esclavos”.

“Nada es tan peligroso como dejar permanecer largo tiempo a un mismo ciudadano en el poder. El pueblo se acostumbra a obedecerle y él a mandarlo, de donde se originan la usurpación y la tiranía”.

El Dr. Mario Briceño-Iragorry fue insistente en que la razón principal de nuestras eternas y repetidas crisis y fracasos, reside en que no se ha logrado la madurez cívica para que los venezolanos nos sintamos señores de sí mismos y no deudores eternos de la casta de los mandones.

Esta ausencia de madurez, la débil conciencia de pueblo que tenemos, conlleva a que veamos al Estado como el gran dispensador de bienes y servicios, sin mayor esfuerzo de los ciudadanos que lo constituimos. Y el gobierno el instrumento para el gran reparto y no para el servicio.

La política, como la legítima búsqueda del poder, “dejó de verse, en consecuencia, como una actitud moral puesta al servicio del pueblo o como oportunidad de contribuir a la ampliación del radio de la prosperidad general”.

“La política, desprovista del sentido de solidaridad social y de responsabilidad nacional que debiera distinguirla, ha sido para muchos un sistema encaminado a lograr cada quien su parcela de influencia en el orden de la república”.

De allí nace una de las graves imperfecciones de la democracia y sobre todo de los mecanismos electorales o administrativos para acceder al gobierno, pues al concebirse el poder público como fuente de poder y riqueza para sí y para los incondicionales, no importan los méritos o las credenciales para el ejercicio funciones, en las cuales no les es posible dar rendimiento alguno. Esa es la causa fundamental del déficit de democracia que acusan los partidos llamados democráticos.

Lo recuerda don Mario: “El jesuita Laínez, en el Concilio de Trento, sostuvo que ‘la fuente de todo poder reside en la comunidad, quien lo comunica a las autoridades’. ¿I cómo se comunica racionalmente este poder sin la consulta popular?”.

“Procuremos a todo trance que nuestra agonía no sea para

morir, sino para salvar el irrenunciable derecho de nuestro pueblo a la libertad y a la justicia”.

Don Mario Briceño-Iragorry murió de “mal de patria” el 6 de junio de 1958, cuando apenas regresaba de su exilio y se iniciaba la única experiencia democrática de toda nuestra historia como república. Hoy, a 63 años de su muerte, la república regresó a tiempos peores, inimaginables incluso para el profético especialista que había diagnosticado la profunda crisis de pueblo como la principal causa de los fracasos históricos de nuestro país.

Como escribe Alonso Moleiro en su reciente libro: La nación incivil: el Caracazo, sus consecuencias y el fin de la democracia, publicado por la Editorial Dahbar: “Diez años después del Caracazo, siete después de los dos golpes chavistas, moría la república civil, no nacía un país necesariamente militar: regresaba la nación incivil”.


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