Leía con cierta fruición un libro de A. Guerra, uno de los redactores de la Constitución Española, sobre Teoría Política, y conecté unos párrafos con la realidad política que se nos presenta hoy día a los venezolanos. Vemos y oímos insistir cansinamente algo tan obvio que parece fútil repetirlo, se usa incluso como un eslogan, hablar de política es exponer ideas y, como corolario, cualquier discusión, debate, diálogo debe iniciarse con una discusión sobre las ideas. Aun cuando antes de decidir sobre cualquier aspecto, en política se debe dar un paso previo y no es otro que el de poner en funcionamiento las neuronas, eso no significa que a cualquier política se le puede adjetivar como una «política de ideas».

Nunca falta quien hable de políticas pragmáticas con un sentido distorsionado, por decir lo menos. ¡Vaya que abundan esas aseveraciones! Se suelen calificar como pragmáticos algunos modos de ejecutar acciones políticas que más bien son prototipos de cómo regímenes totalitarios buscan en cuerpos doctrinarios las justificaciones a sus desmanes y fechorías. Uno de esos ejemplos, citado profusamente en manuales y libros de política, es la carta de Benito Mussolini a Michele Bianchi, uno de los miembros fundadores del movimiento fascista: «El fascismo italiano necesita ahora, so pena de muerte, o peor aún, de suicidio, proveerse de un cuerpo de doctrina. Esta expresión es más bien fuerte. Pero yo desearía que la filosofía del fascismo fuera creada antes de dos meses, para el Congreso Nacional”. No deja de ser tentador seguir hablando sobre el fascismo, pero me desviaría del foco del artículo.

Es preciso señalar que la nota resaltante de las llamadas políticas pragmáticas es la justificación a posteriori de los hechos. Bien dice A. Guerra, en la obra citada, que «las políticas defensoras de los hechos en cuanto a defensoras del status quo, todas las políticas rigurosamente pragmáticas, se han visto condenadas a ser conservadoras, por muy ingeniosos que fueran los resortes y argumentos teóricos que a posteriori pretendieran justificarlas». El pragmatismo, como corriente filosófica, se centra en la relación de la práctica y la teoría. Representa un procedimiento en el que la teoría se obtiene de la práctica y se utiliza de nuevo a la práctica para constituir lo que se llama «práctica inteligente». Pero, hay quienes han entendido al pragmatismo como una conducta ejecutiva monda y lironda, una actuación que en ciertas circunstancias se torna abusiva, despedazando, incluso, el mínimo sentido común.

Distinta debería ser, en principio, la legitimación de los hechos mediante ideas; si en lugar de usar esas ideas para justificar los hechos, se emplean para conseguir un cambio, surgen entonces políticas de otro corte, que suelen llamarlas progresistas.

Hoy día, tanto en el ámbito mundial, como en el nacional, es posible observar un peculiarísimo panorama que recuerdan los esperpentos de Valle-Inclán. Tanto los llamados pragmáticos, como los de la denominada política progresista -odio estas distinciones-, se valen de seudoideologías donde reinan las falacias, y con ellas, tirios y troyanos, tratan de justificar sus acciones. No pretendo, ni por asomo, negar que toda acción política, por necesidad, termina adquiriendo caracteres pragmáticos. Pero lo que resulta inadmisible es la ausencia de las ideas, de los valores.

En medio del ambiente de indecisiones, rupturas, quiebres, la población venezolana, desencantada, incluso hastiada de tanta falsedad ansía conseguir un cambio político, social y económico que permita devolver al país, al menos, la esperanza de alcanzar niveles de recuperación de decorosos estándares de vida. ¿Y qué encontramos? Discursos, si se les puede llamar así, plagados de eslóganes vacíos de contenido. ¿Hay diferencias entre cada partido, entre cada candidato? ¿Cuáles son? ¿Cuál es el programa que piensan ejecutar una vez alcanzado el poder? Parecería que lo importante es hablar y mucho. No callar. Parafraseando una vieja prédica: “que me falle el pensamiento, las ideas, ¡pero no el habla! Por supuesto que hay honrosas excepciones; pero también la ciudadanía parece sufrir de amnesia y ha olvidado las viejas promesas no cumplidas.

En una sociedad que ha devenido en anómica, donde sus leyes han sufrido una degradación cuasi completa es absolutamente imperativo acudir a las ideas, a la axiología. No se trata de revivir valores, se requiere una resignificación de ellos. Es tomar en consideración el contexto. Es andar el hic et nunc, en vez de quedarnos anclados en significaciones que ya no reflejan la realidad circundante. Es tener el coraje de dirigirse a entender una nueva visión que, en definitiva, demuela nuestros credos arcaicos que rezumen un fuerte olor vetusto y anacrónico.

Esta dimensión ética, y no hay que temerle a nombrarla, está en manos de los propios ciudadanos, en general, y de los dirigentes políticos, en particular, y se espera que se estructure la vida social sobre la base de valores tales como la libertad, la independencia, ¡el Bien Común, el imperio de la ley!

Hace un tiempo, en un artículo para estas mismas páginas de Opinión, decía, palabras más, palabras menos, que Venezuela es mucho más que su bella e imponente geografía; que sus impresionantes riquezas; que la alegre música marabina, o los nostálgicos valses andinos; que sus mujeres hermosas. Venezuela tiene un cimiento valiosísimo: valores civiles; una extensa y variada cultura, producto de su mixtura; una literatura que no se agota en la lucha entre civilización y barbarie; poesía subyugante; y el gran tesoro de la ensayística. Un itinerario filosófico ignorado e inexplorado por muchos que se empecinan, no sólo en marginar, sino en arremeter en contra de la poca Filosofía que aún permanece en nuestra patria. Venezuela ha disfrutado de maravillosas casas editoriales; casas de cultura; teatros, museos. Hoy, arruinados, devastados.

Hay que dejar en el pasado y con muchísima admiración por sus victorias, las guerras y las contiendas militares. Este momento venezolano, mi querido lector, no es de Pedro Carujo; no, es el período de José María Vargas; del ciudadano íntegro, cabal.

@yorisvillasana


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