En la condición actual de Venezuela vivimos a dos velocidades: lenta una, muy lenta, para las soluciones; rápida y constante otra para la aplicación de controles sobre la sociedad, para la limitación de las libertades y la criminalización de las iniciativas no bendecidas desde el poder. Dicho de otro modo: negligencia para enfrentar los graves problemas del país y de sus ciudadanos, y reforzamiento del autoritarismo para asegurar la profundización de un modelo sin libertades.

El estado de silencio, de encierro necesario, de dispersión o debilitamiento de la acción política facilita el clima para que esto suceda con apenas pocas voces para la discusión, la advertencia o el reclamo. ¿No es así, por ejemplo, como se avanza, paso a paso, en la aplicación de disposiciones dirigidas a controlar los ingresos de las ONG y, en general, de todos los sectores que se apoyan en el recurso de las donaciones para desarrollar su actividad en el campo social, en el de la educación, de la cultura? ¿No es así como se profundiza el control de los medios de comunicación y se criminaliza su acción?

La obligación impuesta a las organizaciones no gubernamentales de registrarse nada menos que ante la Oficina Nacional contra la Delincuencia Organizada y el Financiamiento al Terrorismo y de aportar información sobre sus fuentes de financiamiento, movimientos bancarios y organizaciones asociadas es un nuevo paso para desmotivar la iniciativa social independiente y para impedir la acción de organizaciones llamadas a tener un papel fundamental en la documentación y denuncia de hechos contra los derechos humanos.

Igual propósito controlador tiene el proyecto de ley para regular la posibilidad de que las organizaciones obtengan fondos internacionales, copia de la Ley de Regulación de Agentes Extranjeros aprobada en Nicaragua y vista por muchos sectores nacionales y organizaciones internacionales como una amenaza a las libertades de asociación, de expresión y de trabajo y a las organizaciones dedicadas a la defensa de los derechos humanos y la cooperación para el desarrollo.

Nueva en la reglamentación, la persecución a las organizaciones que por alguna razón resultan incómodas al gobierno se ha venido dando sistemáticamente y cada vez más de manera más abierta. Sería largo enumerar las acciones de intimidación y hostigamiento contra determinados sectores de la sociedad civil o contra representantes de distintas ONG y expertos en derechos humanos. No escapan siquiera fundaciones dedicadas a la educación o incorporadas a labores humanitarias con programas de alimentación, salud o vivienda. El daño, obviamente, ha sido para esas organizaciones, pero fundamentalmente para los beneficiarios de sus programas.

Detrás del celo por controlar el origen de los fondos o develar las posibles desviaciones en el uso de dineros o su vinculación al terrorismo, se hace evidente la intención totalitaria de atribuir al Estado el monopolio de la acción social. No admite competencia. No ve a las organizaciones civiles independientes como colaboradoras capaces de contribuir para que el Estado cumpla buena parte de sus objetivos. Las considera, al contrario, enemigas y, como tales, incómodas o sospechosas. La apelación a la soberanía nacional para negar espacio a organizaciones con alguna vinculación internacional no deja de ser, por otra parte, un falaz argumento. Refleja, en el fondo, la voluntad de actuar sin testigos y de adelantarse a cualquier posibilidad de sanción, aunque no fuera sino la de la opinión pública.

Los gobiernos autoritarios suelen asumir dos posiciones incompatibles: ejercen un control extremo sobre la iniciativa ciudadana, desconociendo hasta los derechos y las libertades de sus administrados, al tiempo que se eximen de la propia obligación de rendición de cuentas, tanto a la sociedad como a las organizaciones e instancias internacionales de las que forman parte. Por último, rechazan el escrutinio de los medios. La criminalización de la acción social es propia de los modelos de totalitarismo de Estado.

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