La sorpresa siempre ha sido decisiva en los resultados en la guerra y en la política. Ese algo inesperado a nivel individual, que generalmente te toma desprevenido y te reduce emocionalmente, en la guerra y en la política se traduce en derrotas para las naciones o al menos en obligadas retiradas y repliegues, y en concesiones con un impacto considerable en la moral en general. Pearl Harbor en el Pacífico en la II Guerra Mundial o los ataques terroristas a las Torres Gemelas el 11S en Nueva York son un ejemplo militar de sorpresas que generaron un impacto inicial bien importante ante los ataques. El derrumbe de la URSS, el pacto Ribbentrop-Molotov y el desenlace de la crisis de los misiles en Cuba en 1962 muy bien pueden calzar dentro de las sorpresas políticas que no se midieron ni se apreciaron en los organismos que manejan la seguridad de los Estados involucrados a la hora de analizar, de proyectar, de exponer y de cerrar sus conclusiones ante los órganos responsables de tomar decisiones. La historia dice que en los cinco ejemplos citados la incompetencia de los organismos del Estado para presentar inteligencia útil, pertinente y oportuna no generò prevenciones ni disposiciones viables.

El 4F en Venezuela es otro caso. Después de 30 años especulándose en cercanías a la verdad, el dilema está en la calificación de incompetencia o complicidad entre las cúpulas de los organismos de inteligencia y seguridad del Estado para activar las suficientes prevenciones y alentar decisiones en el comandante en jefe de las Fuerzas Armadas Nacionales. En cualquier valoración objetiva que se haga del desempeño institucional ante esos eventos, los resultados atribuibles para los responsables del ciclo de inteligencia en el más alto nivel a lo largo de la década transcurrida entre 1980 y 1990 no son positivos. Obviamente, la referencia es hacia lo que derivó política y militarmente en la conspiración. Algo falló. Y no quedan muy bien en términos de eficiencia, de cumplimiento de sus deberes, de apego a su juramento militar y de lealtad a los valores democráticos, quienes desde esas estructuras facilitaran la graduación en 11 promociones de oficiales ganados para el golpismo. De licenciar discrecionalmente a 1.650 subtenientes del ejército inducidos académicamente, adoctrinados políticamente para contribuir a la toma del poder político en Venezuela y formados para cambiar los valores republicanos de la nación y el modo de vida democrática, sin haber lanzado alertas serios y sin tendencia y sin presentar documentos contundentes. Además, quienes facilitaron la ocupación de los cargos más críticos en la institución armada para favorecer la conjura. En esa calificación deberían estar en prioridad encabezando en las conclusiones dos palabras: complicidad o incompetencia. Solo así se justifica que a lo largo del tiempo los delitos militares como la rebelión militar y otros relacionados con una maquinación para derrocar un presidente se hubieran filtrado a lo largo y ancho de la geografía nacional en el despliegue de las unidades del ejército, sin que se tomasen decisiones viables en los más altos niveles contra los responsables. Después de 30 años del 4F ante todo ese flujo de información relacionada que ha surgido desde aquella ocasión se puede concluir con un dilema sencillo: ¿complicidad o incompetencia?

Establecimiento de la orientación del esfuerzo de búsqueda de información, la búsqueda de la información, el procesamiento de la información y la difusión de la inteligencia. Esas cuatro áreas del ciclo de producción de inteligencia para ayudar al comandante en sus decisiones quedaron aporreadas y en evidencia por complicidad o incompetencia de muchos jefes militares, durante los 10 años previos al 4 de febrero de 1992. Y en ese aporte para trazar la neblina informativa que sirvió para que el comandante en jefe no dispusiera de elementos sobre la maniobra palaciega para derrocar a un presidente hay un extenso inventario de nombres que además de los cabezas de la inteligencia y de la seguridad del Estado se incluyen en ministros, inspectores generales, jefes de Estado Mayor conjunto, comandantes de fuerza, directores de inteligencia en todos los componentes y muchos de los directores de la Academia Militar de Venezuela y sus equipos de trabajo. Fueron 1.650 alféreces que, una vez finalizada la ceremonia de la graduación conjunta en el Patio de Honor, y después de habérsele rendido los honores militares al presidente, salían a los cuarteles y unidades militares a terminar de ensamblar el golpe y a esperar el cornetazo del día D y la hora H para derrocar a ese mismo presidente. ¿Es complicidad o incompetencia?

En los resultados cantados del 4F hay dos niveles para cuestionar. El de la decisión y el de la información disponible. En ambos estratos las dos palabras claves que surgen son confabulación y capacidades. Y cuando se agotan los extremos en todas las valoraciones sin conseguir alguna respuesta, la conclusión inevitable en el tema de las responsabilidades de las informaciones es inevitable apelar a la connivencia desde el más alto nivel de los organismos de seguridad del Estado del momento. En un tema tan crítico como lo es un golpe de Estado, el nivel de decisión más alto es el presidente de la república y después el ministro de la Defensa. Y en la responsabilidad por difundir las informaciones relacionadas, la Dirección General de Contrainteligencia Militar (Dgcim) y la Dirección de los Servicios de Inteligencia y Prevención (Disip). En un gabinete de Estado Mayor los ojos y oídos del comandante en el campo de batalla están en los documentos que proporciona el oficial de inteligencia. Por eso en la secuencia de las acciones del comandante y su Estado Mayor, el primero que habla es este, para que el comandante tenga las suficientes luces para tomar una decisión viable. Eso no ocurrió para el 4F. Las luces que se le encendieron malévolamente lo enceguecieron.

El tema de la decisión en este caso para desmontar la conspiración e impedir el desenlace de los golpes militares es intransferible en la responsabilidad. Era una competencia intuito personae atribuible únicamente en el presidente Carlos Andrés Pérez. Distinto lo es en lo relacionado con las informaciones y la presentación de inteligencia como se corresponde con un nivel de la seguridad del Estado, que era exclusivo para los jefes de inteligencia de la época. ¿Pérez se suicidó? ¡Sí! Y la inducción hacia su muerte política puede descargarse en quienes tenían la responsabilidad de recolectar información, de procesarla, de convertirla en inteligencia y de difundirla. Y también pueden incluirse en ese margen de (ir)responsabilidades a los jefes militares que antes de esperar que el comandante en jefe decidiera, tomarán sus respectivas decisiones en el marco de sus atribuciones disciplinarias y judiciales. Eso puede tomar el nombre de inutilidad, pero también el de incompetencia; aunque esperando para encajar mejor, la palabra complicidad se ajusta perfectamente.

Todo estaba previsto. Solo Pérez no lo sabía o no lo quería aceptar. La soberbia se lo impedía. Pero había maneras de convencerlo. Cualquiera de los integrantes de sus mandos militares, algún pupilo de la señora Matos, de esos dragoneantes que se codeaba socialmente maraqueando un güisqui bien amarillo con una rodajita de limón en la piscina de la segunda residencia, habituales de la quinta presidencial en El Marqués para solicitar favores o encargos, podía sugerirle a la madame Pompadour criolla para que convenciera al comandante en jefe de la inminencia de su derrocamiento y de una participación numerosa de efectivos del Ejército. El tálamo nupcial es una vía poco ortodoxa, pero es bien efectiva para hacerle llegar al jefe informaciones críticas. En ese momento los jefes se reducen y ceden. El Libertador Simón Bolívar fue sorprendido en ese preciso momento en el atentado septembrino de 1825 y tuvo que abandonar por una ventana, desnudo, los aposentos privados que compartía con Manuelita Sáenz.  Probablemente si María Antonieta hubiera convencido al rey Luis XVI de la seriedad de los avances de los revolucionarios hubieran conservado ambos su cuello monárquico bien lejos de la guillotina. Igual si la señora Matos, puertas adentro, hubiera convencido a Pérez del golpe, de su inminencia, de los involucrados en los más altos cargos por complicidad o por incompetencia. Al final, CAP no tomó ninguna decisión previa y el golpe ¿lo sorprendió en la escalerilla del avión en Maiquetía?

¿CAP se suicidó? ¡Sí! Pero también hubieran suicidado políticamente a Eduardo Fernández si hubiera ganado las elecciones presidenciales en 1988. Pérez solo favoreció el desarrollo y el crecimiento de una conjura y un complot de mucho tiempo atrás, cuyo desenlace encontró el tempo político y militar ideal el 4F. El nacimiento del cuartelazo estaba anunciado desde los ochenta.

Cuando don Cipriano y don Juan Vicente empezaron a cruzar el río Táchira y llegaron a Capacho en mayo de 1899 con otros 58 campesinos y ganaderos de la región, armados y organizados para tomar el poder central en Caracas; la intrincada red de informantes del presidente Ignacio Andrade estructurada con los leales y consecuentes miembros de la Revolución Legalista, lo mantuvieron informado al día, desde que se empezó a armar la invasión desde Cúcuta hasta que el 22 de octubre entran Caracas a formar gobierno. Las redes oficiales funcionaron en la difusión de inteligencia oportuna al gobierno y a la revolución; y les hicieron todo el seguimiento a los victoriosos combates de la Revolución Liberal Restauradora. Cuando las fuerzas rebeldes de Castro derrotan a las unidades oficiales en Tocuyito la suerte del gobierno ya estaba echada. Todos los reportes que llegaban al palacio de gobierno le sugerían al general Ignacio Andrade renunciar y abandonar el poder, como en efecto lo hizo embarcándose al exilio.

Durante los 27 años de la dictadura del general Gómez lo que mejor le funcionó para permanecer en el poder fue la refinada red de informantes que le reportaban al día de todo lo que estaba ocurriendo en el país. Uno de los hombres más importantes lo era el telegrafista. Ese lugareño que conversaba y tomaba café cordialmente con sus vecinos todos los días y que ocupaba una de las oficinas gubernamentales de cada pueblo de la Venezuela rural de esos momentos, en clave de Morse enviaba regularmente al palacio el reporte de quién salía y quién entraba a las poblaciones, especialmente los enemigos del régimen. Otros lo fueron los representantes consulares dispuestos alrededor del mundo. Eran parte de la gigantesca red de inteligencia donde descansaban los 27 años de permanencia en el poder. Un caso emblemático lo fue el de su compadre, el general Delgado Chalbaud. Asumiendo que el general no sabía nada de sus andanzas conspirativas acepta una invitación para conversar en el palacio. Al final de la reunión lo estaba esperando en la puerta una comisión de sagrados para llevárselo preso a La Rotunda por unos largos 14 años. Era la eficiencia y la lealtad de la información de los telegrafistas y los cónsules.

Pérez II ha debido imitar a Gómez en eso de los diálogos de palacio e invitar a algunas figuras notables y a generales y almirantes con tarjeta roja, y despedirlos a la manera del compadre con una comisión de sagrados a las puertas del Palacio de Miraflores. Le hubiera evitado estos 24 años de revolución bolivariana a los venezolanos y todo lo que pasó después del 4F. El general supo diferenciar entre complicidad e incompetencia entre sus colaboradores. En ambos casos el destino en la cárcel de La Rotunda o en el castillo Libertador era categórico.

La incompetencia y la complicidad la cobraba muy caro en las lealtades el dictador, para garantizarse la permanencia en el poder.

 


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