«Yo sé que ver y oír a un triste enfada» (MIGUEL HERNÁNDEZ)

El día que lea esta columna estaremos pensando en propuestas para el año que  acaba de empezar queriendo ser mejores, dejando vicios, apuntándonos a un gimnasio, aprendiendo inglés. Hoy es posible. El espacio en blanco de la agenda nos permite creer en nuestros planes. Ese es el primer paso.

Bueno, no tendríamos que escribir nada en las hojas del mes de enero sin haber dedicado algo de tiempo a reflexionar en lo que vivimos en el pasado. Por lo menos, pensar y repensar en lo vivido durante los últimos meses del año. Yo sé que dentro de mi cabeza -supongo que no solo ahí- bailan las cosas que aprendí este año. No le extrañe leer a continuación una lista caótica de impresiones y sensaciones subjetivas, quizás imaginarias e irreales. Este año aprendí que la vida es un viaje de ida. Aprendí que hay que disfrutar cada momento de ese recorrido. Tal vez, por esta razón no me gusta que me hagan esperar. Aborrezco la impuntualidad. En cierto modo, aquel que no suele ser puntual, desprecia el tiempo y la vida de quien le espera y esto no voy a consentirlo más. Por otro lado, hasta ahora no he logrado superar el malestar ocasionado por aquellos que interrumpen el discurso, el mío o el de cualquier otro. Da la sensación, a mí me da la sensación, de que un plato bien hecho no debe estropearse. Me gusta la cocina elaborada a fuego lento. Habrá quien diga que alguien debería trabajar la paciencia y seguramente lleve razón, pero por favor, déjeme seguir con lo que estoy.

Aprendí que no se puede caer bien a todo el mundo y que no todo el mundo cae bien, aunque uno lo intente a menudo. La introspección es una disciplina diaria y fundamental en el camino -nosce te ipsum-. Asimismo, nos conviene ser conscientes de las señales de atención, la delicadeza y los gestos de las personas ajenas y de las personas cercanas a nosotros. Parece absurdo querer a quien no nos quiere, tratar bien a quien nos ignora; y con todo, a veces somos incapaces de hacernos justicia y valorarnos.

Nos guste o no, tendremos que asumir parte de la culpa del daño que nos hacen  cuando obviamos filtrar el contenido de lo que damos y el destinatario o destinatarios. A veces uno se siente como el personaje pensativo de las viñetas de Quino cuando, pensando en voz alta, se dice a sí mismo que nadie parece advertir que él es un buen tipo.

Este año aprendí el daño que me hacía cada vez que dediqué parte de mi tiempo, parte de mi espacio, parte de mi yo a digerir un desprecio y un insulto, que recuerdo han sido muchos. Hay gente que no sabe nada sobre el sufrimiento de los otros, hay gente que desconoce la delicadeza y la sensibilidad. A quien aprecie la bondad en el género humano, a quien entienda la empatía y a quien haya conocido el sufrimiento le dejo las palabras de Eleanor Roosevelt “no one can make you feel inferior without your consent” que equivaldrían a un mantra, que serían como un rezo.


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