El único hombre realmente libre es aquel que puede rechazar una invitación a comer sin dar una excusa. La frase es de Jules Renard, un escritor francés cuyos diarios leo y releo. Renard es el maestro del epigrama y del aforismo.

Nacido en 1864, sufrió una infancia desgraciada y vivió obsesionado por la muerte. Su padre se suicidó de un tiro de escopeta y su madre se arrojó a un pozo. Residió muchos años en Chitry, un pueblo de Niévre, donde se dedicaba a la observación de la naturaleza y de los animales. La mayoría de sus cortas sentencias, de cuatro o cinco palabras, provienen de las horas que se pasaba contemplando el cielo y escuchando el sonido de la lluvia, que definió como un rebaño de gotas.

Renard escribió: «Dios no cree en nuestro Dios». No le faltaba razón porque, si el Ser Supremo existe, no responderá a la imagen de un anciano de barba blanca que pastorea el mundo con un cayado. No tenemos ni idea de quién ni de cómo es Dios. Los seres humanos han creado una representación del Hacedor a su imagen y semejanza. Ya lo decía Demócrito: los griegos conjeturan que los dioses son rubios y los nubios, que tienen una piel oscura.

Tendemos a soñar con grandes abstracciones para dar sentido a nuestra vida y vinculamos nuestra felicidad a ideales inalcanzables. Es humano, demasiado humano. Pero la lectura de Renard subraya el misterio de lo cotidiano y de las pequeñas cosas. El escritor va más allá de la apariencia mediante metáforas que nos obligan a mirar la realidad con otros ojos.

Renard afirmó que casi todas las obras literarias son demasiado largas, pero sus diarios llenan 1.200 páginas de letra minúscula en la edición de la Pléiade. En una de sus últimas entradas, fechada en 1909, anotó: «Enfermo, siento en mi garganta un caracol que empuja».

Dreyfusista y anticlerical, uno tiene la impresión al leerlo de que su prosa surge como un licor destilado que se va filtrando lentamente por un alambique. «No conozco a los hombres ni ellos a mí», reseña. Su forma de escribir evoca la técnica de los cuadros de Georges Seurat, contemporáneo suyo, que construye la impresión a partir de pequeños puntos.

El gran friso que se desprende de la obra de Renard es la fragmentación de lo real, la fugacidad del tiempo, el enigma de los árboles, las nubes, las piedras y esa hierba sobre la que «brilla una gota de luna». Estaba embebido en una contemplación casi mística de la naturaleza en la que tal vez intuía el rastro de la mano de Dios.

Incapaces de alcanzar certezas trascendentales, los hombres se tienen que aferrar a las pequeñas cosas. Abro las páginas de sus diarios al azar, leo una frase y pienso que la eternidad está condensada en uno de esos flashes captados por Renard en los que nadie había reparado como las plumas de un pollo muerto que agita el viento.

Artículo publicado en el diario ABC de España


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