El fin de semana pasado la sociedad democrática venezolana y la opinión pública han estado conmovidas con un informe de prensa, en el cual se difunde un presunto manejo irregular de recursos financieros, administrados por funcionarios designados por el presidente Juan Guaidó.

Se trata de dinero relacionado con la tramitación de la ayuda humanitaria, así como la atención a los militares venezolanos que rechazaron la usurpación y pasaron la frontera, para proteger sus derechos fundamentales.

En medio de un estado de ánimo complejo, afectados por la prolongación de la usurpación, por el saqueo generalizado de la riqueza nacional y la catástrofe humanitaria que padecemos, una noticia como esa no puede menos que desmoralizar y desalentar a miles de venezolanos, que soñamos con un país moderno, honesto, próspero, eficiente y justo.

El caso nos permite hacer una reflexión sobre este tema de forma particular, pero también acerca de la ética en la función pública y sus implicaciones en el proceso de restauración de la democracia.

En relación con la denuncia concreta de la apropiación indebida de fondos, lo pertinente es la investigación transparente de los hechos denunciados.

Ya el embajador Humberto Calderón Berti, hombre de larga e intachable trayectoria en el servicio público, ha anunciado que desde el momento en el que se le comunicó la sospecha de despilfarro y uso indebido de dichos fondos, solicitó a las autoridades colombianas la realización de una auditoría, así como una investigación de los pormenores en el manejo de dichos recursos.

De la misma forma, el presidente Guaidó ha solicitado y respaldado la investigación correspondiente y ha anunciado la separación de funciones de las personas inicialmente señaladas.

Una vez hecha la investigación, debe informarse a la opinión pública acerca de sus resultados y proceder según estos. Si los hechos resultan ciertos, establecer las responsabilidades y poner a la orden de la justicia las resultas de la investigación, para que se proceda a la judicialización y sanción a los culpables. Si los hechos no son ciertos, entonces procede el desagravio a los señalados.

Lo esencialmente importante es la conducta de las autoridades principales en la conducción de estos asuntos. A diferencia de la conducta tradicional del chavismo madurismo en los miles de casos de corrupción denunciados hasta ahora, los líderes democráticos han dispuesto desde el primer momento la realización de la investigación. Los partidos con representación parlamentaria han ofrecido su concurso para investigar la denuncia. Es decir: no ha habido indiferencia, silencio cómplice ni mucho menos defensas a priori.

Lamentablemente nuestra sociedad venezolana ha visto crecer de forma desmesurada el cáncer de la corrupción. La revolución bolivariana que hizo del tema una bandera en los finales del pasado siglo, una vez instalada  en el poder, ha creado y propiciado todo un sistema con el cual favorecer el robo de los recursos financieros y materiales de la república.

El establecimiento del Estado autoritario  ha permitido el más eficiente mecanismo de corrupción conocido en nuestra historia. Al controlar el militarismo marxista todas las instituciones del Estado, al consolidarse el cierre de los medios de comunicación social independientes e instaurarse la censura, la corrupción tomó cuerpo y se convirtió en una forma de vida de la estructura política y social del Estado venezolano.

Los funcionarios del chavismo tenían, entonces, puerta franca para apropiarse de los bienes públicos. Su impunidad estaba garantizada. Las leyes, fiscalías y tribunales estaban disponibles solo para perseguir a los que desertaban de sus filas y para hostigar o castigar a los opositores.

La Contraloría no controlaba, miraba para otro lado, aun en casos sonados, en los que era inexcusable su actuación, como, por ejemplo, Cadivi y todo lo relacionado con el multimillonario manejo de los dólares preferenciales.

El Parlamento, institución históricamente epicentro de denuncias, investigaciones y procesos trascendentales en la lucha contra la corrupción, fue cerrado por el chavismo, como herramienta para no lograr la transparencia en el manejo de los fondos públicos.

En efecto, desde el año 2000 la nueva Asamblea Nacional, dominada ampliamente por los “socialistas del siglo XXI”, negó sistemáticamente las investigaciones, interpelaciones y audiencias parlamentarias a ministros y funcionarios de alto nivel.

En veinte años la cúpula roja ha impedido toda investigación desde el Parlamento cuando se trata de casos vinculados con sus jefes políticos y militares. La instancia solo ha sido utilizada cuando se trata de funcionarios de un gobierno regional o local, vinculado a un partido de la oposición. Allí se emplean a fondo y actúan con saña, más allá de las reales o temerarias denuncias que se le formulen.

De modo que es menester destacar la voluntad política, puesta de manifiesto en investigar y sancionar el hecho, y no asumir la postura de negarlo, hacerse el desentendido, silenciarlo u ocultarlo.

Lo lamentable,  en este caso,  es querer aprovechar el hecho para hacer proselitismo subalterno, lesionar la lucha por el rescate del Estado de derecho y, simultáneamente, pretender imputarle o vincular con  dichos hechos al presidente Juan Guaido y al embajador Calderón Berti.

La confianza conferida y posteriormente traicionada a unos funcionarios para administrar recursos no hace responsable a quien los designa, a menos que conozca con antelación un antecedente o conducta inmoral del designado o seleccionado. La verdad es que la gente se conoce en la medida en que van asumiendo responsabilidades. Y aun así, pueden surgir sorpresas.

Quienes hemos dirigido a funcionarios, quienes hemos tenido responsabilidades de gobierno, sabemos que por cualquier lado puede saltar una liebre. En esos casos lo correcto es investigar y sancionar. Jamás encubrir.

La corrupción es un mal presente en la sociedad desde que el hombre es hombre. En nuestro caso la hemos sufrido a lo largo de toda nuestra historia. Hay momentos en los que ha existido un ambiente moral e institucional que la ha reducido.

Ahora tenemos un ambiente favorable a la corrupción: la impunidad establecida por la dictadura. El relativismo ético de la sociedad, que admite y celebra a una gran cantidad de personajes enriquecidos de la noche a la mañana a la sombra del poder autoritario, contagia a mucha gente, incluso a personas que se ubican en sectores de la oposición, y que están a la caza de una oportunidad para hacerse ilegalmente de recursos.

La restitución de la democracia deberá venir acompañada de una alta dosis de compromiso ético en el manejo general del Estado. Es menester superar este clima corrompido que hoy se respira en el país. Hemos llegado a una situación, en la que prácticamente toda actividad por realizar en alguna dependencia del Estado, a todos los niveles y en todas las ramas, va acompañada de una exigencia pecuniaria, del cobro de una contraprestación.

Con la democracia volverá la prensa libre, y con ella, más allá de temerarias e injustas denuncias y campañas de descalificación que muchas veces se han presentado y se presentarán, vendrá la oportunidad de conocer de manera más amplia el manejo del poder público y de quienes lo representen en un momento dado.

Pero fundamentalmente debemos rescatar el pleno funcionamiento de las instituciones y del Estado de derecho. Con un equilibrio de poderes y con una justicia eficiente será posible construir un dique sólido a las pretensiones, siempre presentes y amenazantes, de aprovechar el poder para el indebido lucro personal.

No hay duda de que se requiere una acción moralizante en la sociedad. Desde la familia, la escuela, los medios de comunicación, los partidos políticos, gremios, sindicatos, universidades, Iglesias y demás organizaciones sociales es menester privilegiar y valorar el trabajo honrado, el respeto a la propiedad privada y a lo ajeno, el mérito y el espíritu solidario de las personas.

El ambiente disolvente de los antivalores no está presente solo en la vida pública, está aún más presente en la vida privada, solo que allí no alcanza el impacto que genera en la primera. Sin embargo, desde ahí contagia a lo público.

José Rodríguez Iturbe, uno de nuestros más lúcidos y auténticos referentes en la inteligencia y en la política democrática, escribió al respecto: “No podemos caer en la incoherencia de pedir moral pública sin pedir moral personal y familiar. Quien carece de base ética en su comportamiento personal y familiar será imposible que la tenga en la conducción de los asuntos públicos” (José Rodríguez Iturbe (1997). Repensar la política. Caracas, Venezuela: Editorial El Centauro. Pág. 137).

El desafío de la nueva nación que debe surgir de esta tragedia tiene aquí uno de sus más elevados compromisos.

 


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