Es común deducir que los gobernantes y los funcionarios actúan de manera corrupta debido a la falta de valores cívicos y morales. Sin embargo, no debe pasarse por alto que un factor adicional es el fracaso de la fuerza de voluntad a la hora de regirse por los valores que ya se tienen. Esta distinción es fundamental y sus remedios, diferentes.

Es evidente que, cuanto mayor es la tentación, mayor es el porcentaje de personas que no logran resistirla. Es decir, el oportunismo, el clientelismo y la corrupción no nacen necesariamente de la falta de valores. También pueden indicar la incapacidad para soportar la tentación debido a que la fuerza de voluntad es limitada.

Esto refleja que, para evitar la corrupción, no basta con que el ciudadano posea valores morales, lo que a su vez indica que, en ciertas circunstancias, una solución es reducir las tentaciones a un nivel que la fuerza de voluntad típica pueda enfrentar.

En general, la debilidad de voluntad no justifica actuar incorrectamente. Sin embargo, existen situaciones inusuales en las cuales se tolera que un individuo flaquee. Por ejemplo, hay clara evidencia de coacción cuando un ladrón armado fuerza a su víctima a participar en un robo. Esto no quita, por otro lado, que lo moralmente perfecto sea negarse y atenerse a las consecuencias. No obstante, bajo tales circunstancias, se perdona y se comprende que la víctima ceda ante tal instigación («abre la caja fuerte y nada te pasará»).

Esto demuestra que no se exige la perfección, únicamente se busca cultivar un grado determinado de fuerza de voluntad. Antes de llegar a este nivel, el individuo asume toda la responsabilidad por sus acciones.

El grado de fuerza de voluntad deseado en las personas es alto. Sin embargo, el grado que el ciudadano de a pie logra alcanzar es otro; tiene una voluntad limitada, lo que hace que sea vulnerable a un amplio rango de presión.

En reconocimiento de la manifiesta debilidad humana, las normas de conducta ética, como las de las religiones establecidas, condenan colocar a las personas en situaciones en las que serán presionadas a hacer el mal. Incluso, es nuestro deber proteger a otros de tal tentación, de manera que lo responsable es, cuando viable, prevenirla.

En la práctica, debemos tomar en cuenta que las estructuras de poder dentro de nuestros Gobiernos permiten e incluso promueven que muchos sean sometidos a conflictos de intereses difíciles de ignorar. Estas dificultades no tienen como base una decisión libre e independiente entre actuar correctamente o ganar una coima, sino que se sustentan en la coerción, posibilitada por la dependencia estructural.

Por ejemplo, cuando el mandatario controla la asignación de los puestos o los recursos de los servidores públicos, estos podrían verse forzados a elegir entre ceder ante las demandas indebidas de su patrón político o negarse y sufrir las consecuencias. Los ciudadanos, por su parte, también son presionados; muchos deben aceptar pactos clientelistas con los dirigentes políticos para proteger sus intereses frente al desgobierno y a la corrupción generalizada.

Una medida necesaria para disminuir estas presiones tentadoras será reformar la estructura gubernamental con el fin de liberar a los funcionarios de la dependencia política. Esto se consigue, entre otras iniciativas, creando una autoridad estructuralmente independiente de los políticos que coadministre, por mérito, el nombramiento y la disciplina de la mayoría de los servidores públicos.

Los resultados, al juzgar la experiencia de otros Estados, serían profundos: los políticos no contarían con las herramientas de coerción necesarias para conseguir que los servidores públicos cooperen en ilegalidades o protejan a sus colaboradores. De esta manera se disminuye la presión clientelista a asociarse con políticos sin escrúpulos a fin de proteger los asuntos personales o conseguir privilegios. Además, los servidores públicos, una vez libres de presiones políticas, pueden investigar las ilegalidades de los políticos y otros funcionarios que decidan libremente involucrarse en la corrupción, lo que disminuye la impunidad.

En muchos gobiernos de América Latina, el actual nivel de tentación, fomentado por las estructuras gubernamentales, es demasiado alto. Centrarse solamente en fortalecer los valores cívicos y morales y la fuerza de voluntad con la esperanza de que las personas se inmunicen contra la tentación ha resultado insuficiente. Tal y como lo han demostrado los países con niveles bajos de corrupción, combatirla exige disminuir la tentación a un nivel resistible. Las herramientas para lograr esta tarea existen.


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