La semana ha estado marcada por las huellas de la corrupción y sus efectos colaterales en la estabilidad política de los países de la región. El primero es el caso de Cristina Kirchner, vicepresidente en ejercicio de la República Argentina, a quien los tribunales argentinos condenaron a seis años de prisión, y a la inhabilitación perpetua para ejercer cargos públicos, en una causa por contratos amañados para ejecutar obras públicas, con un daño patrimonial para el Estado de más de mil millones de dólares. El segundo es el caso del ahora expresidente del Perú, Pedro Castillo, a quien el Congreso peruano destituyó de su cargo, por “incapacidad moral” para el desempeño del mismo. En Chile hay, también, un caso de corrupción que ya tiene tiempo, que está siendo procesado por la ministra en visita de la Corte Marcial de Chile, señora Romy Rutherford, quien está procesando por fraude en el Ejército a varios ex comandantes del Ejército chileno, así como a varios ex secretarios generales del Ejército -todos ellos con rango de generales-, y a otros oficiales del Ejército chileno. Ni qué decir de los sobornos de la empresa Odebrecht, que -en todo el continente- salpicaron a políticos de izquierda y derecha, tanto en el gobierno como en la oposición, y que -precisamente por eso- hoy parecen estar olvidados.

El caso de Cristina Kirchner es emblemático, y marca un punto de inflexión en la historia de ese país, porque, desde hace décadas, éste ha caído en la corrupción más escandalosa, con historias de habitaciones llenas de billetes, con maletines con dólares lanzados sobre el muro de un convento, obras pagadas y sin ejecutar, y un largo etcétera. Todo indica que los gobiernos kirchneristas montaron una inmensa maquinaria de corrupción que, sumada a medidas populistas y a una cadena de jueces corruptos, había logrado que, hasta ahora, sus tropelías quedaran protegidas por el manto de la impunidad. Pero eso parece haber cambiado con la reciente condena a Cristina Kirchner (que todavía tiene que ser revisada por instancias superiores), y que toca directamente a un ícono del peronismo (o del kirchnerismo), no obstante ser ella la actual vicepresidente de la República y estar protegida por todo lo que supone el ejercicio del poder.

Lo que más importa no son los seis años de prisión a que se le ha condenado y que, muy probablemente, no va a cumplir, porque está aforada, porque ya es mayor o porque es una Kirchner. Sin embargo, pienso que puede asumirse que la condena de Cristina Kirchner la elimina definitivamente como un actor relevante en la política argentina. Desde luego, si la sentencia se confirma, ella estará inhabilitada de por vida para ejercer cargos públicos. Además, no debe perderse de vista que hay otros casos pendientes en su contra, y que podría haber más condenas.

Habrá que esperar a ver cómo es que la opinión pública percibirá esta condena. En tiempos de Perón, los argentinos salían a las calles a gritar “Ladrón o no ladrón, queremos a Perón”. Pero Cristina Kirchner no es Perón, y los tiempos tampoco son los mismos; de manera que, adicionalmente a su inhabilitación política, puede darse por sentado que dejará de ser un punto de referencia para los argentinos, que serán quienes le apliquen la condena moral (o social) que merece por sus latrocinios.

Queda por saber si esta sentencia representa un giro copernicano en la administración de justicia en la Argentina, que -como en el resto del continente- solía (y suele) mirar para otro lado frente a los casos de corrupción de los políticos locales.

El caso del ya expresidente del Perú, Pedro Castillo, es distinto pues, después de la caída de Fujimori, debida más que a las violaciones de derechos humanos a los vladivideos que dejaban en evidencia la corrupción más escandalosa, Perú ha experimentado una seguidilla de presidentes de la República marcados por las denuncias de corrupción. Sólo Alejandro Toledo y su sucesor, Alan García, lograron terminar sus respectivos mandatos, aunque sin evitar el procesamiento penal. Alejandro Toledo se encuentra en Estados Unidos, a la espera de su extradición para ser juzgado por corrupción, y Alan García se suicidó cuando la policía llegó a detenerlo para juzgarlo, igualmente, por corrupción. Con las excepciones del presidente interino Valentín Paniagua, cuya gestión habría sido inmaculada, y más recientemente con Francisco Sagasti, quien completó el mandato presidencial de Pedro Pablo Kuczynski hasta la toma de posesión de Castillo, todos los presidentes recientes del Perú han visto interrumpidos sus mandatos presidenciales, ya sea por la renuncia o por su destitución por incapacidad moral. En el caso del presidente interino Manuel Merino, éste debió renunciar a los cinco días de su juramentación, en medio de protestas sociales que fueron reprimidas de manera desproporcionada, con resultado de muertos y heridos.

En el caso de Pedro Castillo, el nepotismo y la corrupción se hicieron presentes desde el primer día. Dos de sus sobrinos y un exministro de Transportes nombrado por Castillo, todos ellos con orden de detención judicial, se encuentran huidos. Después de un fallido golpe de Estado, Castillo fue destituido por el Congreso, por incapacidad moral, con el voto favorable de dieciséis diputados de su propia bancada. Castillo fue detenido y acusado del delito de rebelión, pero no es esa la imputación que, para los efectos de este comentario, resulta más relevante. Ahora, sin la inmunidad del cargo de presidente de la República, la Fiscalía del Perú dice tener suficiente evidencia que lo involucra como el supuesto cabecilla de una organización criminal, además de tráfico de influencias, cómplice de delitos contra la administración pública en la modalidad de colusión y lavado de activos. En su momento, la Fiscalía denunció, también, “una feroz obstrucción a la justicia”.

El otro caso que mencionábamos, el de los comandantes del Ejército de Chile acusados por fraude al fisco, tiene la particularidad de que concierne a una institución que, desde el golpe de Estado del 11 de septiembre de 1973, había sido intocable. El propio Pinochet murió en su casa, sin haber rendido cuentas por el origen de los millonarios depósitos en dólares que tenía en el Banco Riggs de Estados Unidos; pero, quienes le sucedieron en el cargo no han tenido la misma suerte. A pesar de las presiones que ha recibido, la fiscal Romy Rutherford se niega a dejar el caso, y ha seguido desenredando una inmensa madeja de corrupción que compromete a la cabeza del Ejército. Bien por Chile, y por la respetabilidad del brazo de la justicia en ese país.

Desde otros países del continente, particularmente desde Venezuela, tenemos que mirar con envidia la forma como en Argentina, Perú y Chile se está combatiendo la corrupción. Sin embargo, hay una diferencia notable entre el caso de Cristina Kirchner y el de Pedro Castillo y los comandantes en jefe del Ejército chileno. Unos y otros son casos de corrupción que tienen que ser severamente castigados. Pero la magnitud de lo robado en uno y otro caso es muy diferente. Mientras el caso de Cristina Kirchner es expresión de una inmensa maquinaria de corrupción -que venía operando desde hace muchos años-, con miles de millones de dólares de por medio, los casos de Pedro Castillo y de los generales chilenos son, comparativamente (y sin pretender justificarlos), casi casos de raterismo callejero.


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