Hay que hacerse el sordo para no reaccionar ante el repique estruendoso de los aldabonazos de los traspiés sufridos en estos últimos 10 meses.

No se trata de efímeros e insignificantes errores. Han sido pifias de mucha monta que ponen en jaque la fe de una ciudadanía que ve como se asfixia, entre tinieblas, la relumbrante esperanza que alzó vuelo en Caracas, aquel mediodía del 23 de enero de este año que se nos muere. Pareciera una ficción terrorífica en la que las aventuras acartonadas de unos pocos, que se nos descubren con sus ambiciones corroídas por inocencias o por desmesuras, dan pie a que se diga que nuestras indeseables certezas advirtieron a tiempo esos dislates, pero que más pudo la frivolidad aliada con los arrebatos irracionales para terminar calcinando esa gigantesca euforia, hoy reducida a las cenizas de un escepticismo prematuro.

La verdad y solo la verdad es el antídoto ante semejante desenlace. Hay que echar mano a la autocrítica para elaborar estrategias que nos permitan salir de este embarazoso trance. De lo contrario, seguiremos “mordiéndonos la cola” y desaprovechando una ocasión estelar, que de ser bien utilizada nos permitiría librar definitivamente a Venezuela de esta descomunal tragedia.

Es urgente una férrea alianza de todos los sectores de la Venezuela decente, de la que ciertamente aspira a dejar atrás este bochorno representado por esa corporación de criminales que han asaltado al país. Una auténtica coalición de factores, sin ataduras sectarias, dispuestos a enfrentar a esa mafia, sin titubeos, sin esguinces y sin concesiones de ningún orden.

Es urgente dejar atrás esa unidad mohosa con cuyos achaques se le han servido acicates al régimen, para que se salve de lo que a la vista de todo el mundo es insalvable.

Es mi deseo sincero de que salga a flote el talento indispensable para saber ordenar sobre una mesa de diagnóstico los errores cometidos por unos y otros. Y que contemos con el genio necesario para comenzar a hacer lo correcto. Estoy absolutamente claro, convencido y persuadido de que ambos presupuestos solo se perfeccionarán si limitamos el desempeño de “los linces vernáculos de la política” que, evidentemente, perturban cualquier plan propiciatorio del cese de la usurpación.

Sin pretender asumir poses de desterrado visionario, simplemente sugiero que Juan Guaidó despeje incógnitas a la hora de emplazar a la comunidad internacional a que desarrolle el principio de intervención humanitaria para rescatar a Venezuela. Ya se dio un paso vital, cumplido magistralmente por nuestro embajador ante la OEA, Gustavo Tarre Briceño. Falta que esa apología al TIAR esté blindada de los “disparos por mampuesto”, cuando salen algunos voceros a desacreditar alguna de las opciones estipuladas en el artículo 8 de ese tratado, desplomando la amenaza creíble tan necesaria para salirle al paso a un matón como Maduro, cuya palabra no tiene validez para avalar ningún proceso de diálogo, tomando en cuenta el hecho cierto de que su palabra es tan fugaz, que solo es válida en esos instantes engañosos en que la pronuncia.

Para que Guaidó vuelva a contar con la presencia multitudinaria de los venezolanos en las calles es necesario un propósito compartido con la gente. Las movilizaciones deben tener objetivos y resultados eficaces. Ese detonante debería ser la aprobación del artículo 187 de nuestra carta magna. Ese dispositivo, junto con el TIAR y al R2P, pudieran ser, definitivamente, la punta de lanza del cese de la usurpación.


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