China
Foto: REUTERS/Aly Song/

Uno de los impactos más visibles que ha ocasionado la pandemia del covid-19 ha sido ampliar ostensiblemente la intervención de los gobiernos no solo en la vida pública (donde, per se, desde los tiempos del Welfare State, los Estados han ganado no pocas competencias económicas y sociales, que en buena medida se conservan pese a los avances neoliberales de las últimas décadas) sino en prácticamente todos los ámbitos de la vida privada. De manera que desde las libertades públicas más conocidas y admitidas  por las sociedades libres como el derecho de reunión, de protestar, de practicar el culto religioso, hasta las libertades más personales que pueden concebirse -transportarse a los sitios y localidades cotidianas, hacer uso libre de sus bienes privados, reunirse con familiares y amigos, ir al cine, hacer actividades recreativas, etc. – han sido objeto de regulaciones y prohibiciones severas. El covid-19, sin lugar a dudas, ha sido un adversario implacable de las libertades cívicas. 

Aunque es cierto que la manera como se han establecido estas restricciones y prohibiciones ha variado enormemente de un país a otro, reflejando claramente los modos menos o más democráticos y consensuales de sus culturas políticas, así como -en algunos casos – las intenciones expresas y abiertas de aumentar la discrecionalidad y el poder de algunos gobernantes de turno (no tenemos que ir muy lejos) es ineludible relacionar lo que está sucediendo con el fenómeno que Michael Foucault llamó, a finales de los 70, la biopolítica, que con los años se ha convertido en uno de los ámbitos de estudio más interesantes de las ciencias sociales y políticas.

Según el pensador francés, desde finales del siglo XVIII surgieron -consustanciales al desarrollo de la industrialización y a la influencia de la Ilustración – dos formas novedosas de control político y social en las naciones modernas: por una parte, el poder disciplinario sobre los cuerpos de las personas en los distintos espacios e instituciones sociales (la escuela, la cárcel, el hospital, las fábricas, etc.), lo cual también llamaría microfísica del poder; y por otra parte, el control sobre la vida humana en general, esto es, sobre la población en su conjunto, lo cual se reflejó en la creciente preocupación de los gobiernos por el control de las enfermedades cotidianas que minaban la salud, la calidad de vida y el aporte al trabajo de las gentes (de aquí, los índices de morbilidad, mortalidad, etc.).

Foucault dice que a diferencia del poder soberano clásico que conocemos (el de la espada, que reprime y que quita la vida, que penaliza y aplica la ley sin contemplaciones) el poder propio de la biopolítica, en cambio, da vida, la reproduce y busca mejorarla y extenderla lo más posible. La vocación por la preservación de la vida es tal que, particularmente en las ultimas décadas, esta biopolítica ha traspasado el ámbito de la vida humana y se ha extendido, al calor del crecimiento de la filosofía ambientalista, a toda la vida biológica en general: conservar la vida de todas las especies animales y vegetales es una de las obsesiones del hombre de hoy.

Lo cierto es que en los últimos años es notorio que este control sobre la vida de las poblaciones no ha cesado de ampliarse y de perfeccionarse, alcanzando niveles cada vez más sofisticados gracias a los avances en las ciencias médicas y en las diversas tecnologías en general, en particular las tecnologías informáticas y de la comunicación. La amenaza creada por la pandemia ha puesto de manifiesto, justamente, la enorme utilidad de éstas en función de la lucha y control de enfermedades, pero también el enorme peligro que representan potencialmente para las libertades cívicas y la vida privada de las personas. Esto se ha hecho especialmente notorio en el país donde surgió el virus, China, y en general en las sociedades asiáticas, donde, según la información disponible, la pandemia estaría virtualmente bajo control. Es conocido que uno de los factores claves para lograr este éxito ha sido el uso de la Big data, y en general de todas las formas de acopio de información sobre la vida privada de las personas: teléfonos, amigos, familiares, contactos y actividades realizadas, son monitoreadas de manera exhaustiva, permitiendo tomar las medidas de prevención correspondientes para evitar la propagación del virus.

Cuando detallamos que el extraordinario éxito en controlar la pandemia ( y evitar los rebrotes, como está ocurriendo ahora en Europa) ha sido alcanzado no solo por un país ostensiblemente autoritario como China, sino también por países asiáticos con regímenes democráticos, como Japón, Corea del Sur, y las mismas Taiwán y Hong Kong (la primera reclamada por el gigante amarillo, la segunda un departamento administrativo cada vez menos autónomo) sale a relucir notoriamente, como un factor explicativo, el elemento cultural: todos ellos son sociedades donde, por una parte, está arraigada la cultura confuciana de la obediencia y la sumisión al Estado y sus gobernantes; y por la otra, en ellos  no es tan nítida como en Occidente la diferenciación entre lo público y lo privado. Son estas dos circunstancias, seguramente, las que explican que un ciudadano en Pekín, en Taipei, o en Seúl, acepte sin mayores reticencias que sus contactos telefónicos sean revisados, así como dar información de todas sus actividades y relaciones personales a los funcionarios públicos.

Si bien para diagnosticar el impacto social y político del coronavirus hay que evaluar también otros factores y variables, de lo anterior podemos extraer dos conclusiones preliminares: la primera, que en un contexto de un mundo  al cual nos dirigimos –un mundo donde la incertidumbre y las constantes amenazas globales estarán a la orden del día (con unas instituciones internacionales que no están preparadas para enfrentarlas) las sociedades más disciplinadas y cooperativas, como las asiáticas, parecen estar mejor dotadas para responder con eficacia y prontitud a estas amenazas y sus secuelas; y la segunda, que no necesariamente, como lo demuestran los casos de Japón y Corea del Sur, estas tienen que ser sociedades cerradas y autoritarias, sino que pueden ser sociedades relativamente abiertas y democráticas, pero donde haya un nivel significativo de confianza entre los ciudadanos y sus gobiernos.

Son muchas las lecciones que los países occidentales deberán sacar de estas nuevas realidades para poder dar respuesta más eficaces a los nuevos retos y problemas. Quizás la más importante de ellas tiene que ver con la necesidad de repensar tanto los valores que le han dado sustento desde los tiempos de la Ilustración, así como como redefinir y reformar a fondo las instituciones y prácticas democráticas arraigadas desde hace un siglo, propias de un mundo industrial y de una sociedad de masas que ya han sido rebasadas totalmente por los riesgosos e imprevisibles derroteros de la globalización.

@fidelcanelon


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