Se fue septiembre sin regreso a las aulas o, en docta jerigonza revolucionaria, sin clases presenciales. Con maestros y alumnos en sus casitas, llegamos a octubre con la pandemia a cuestas; estamos, pues, en la bajadita de 2020, año particularmente aciago y quizá el peor de un promisorio siglo a punto de alcanzar la mayoría de edad. Sin esperanzas de mejoras a corto plazo, procuro poner buena cara al inclemente tiempo con intención de revistar, a modo de introito a mi descarga dominical, dos o tres acontecimientos a celebrar o deplorar hoy, 4 de octubre, fecha consagrada en el santoral católico al monje Giovanni di Pietro Bernardone, sobradamente conocido como San Francisco de Asis, fundador de dos influyentes órdenes religiosas y una seglar. Por andar con un lobo, tal lo hacía El Fantasma de las historietas de Lee Falk y Wilson McCoy, al buen Pancho se le tildó sacrílegamente de zoófilo, aunque de Las Celestiales fue expurgada una tabernaria y procaz cuarteta, compuesta por el Dr. Marcelino Madriz, alusiva al imaginario e infamante bestialismo. En todo caso, coincide su festividad, no por azar, con el Día Mundial de los Animales y, lógicamente, habrá saraos de focas, burros y gorilas en Miraflores y Fuerte Tiuna.

Para las almas sensibles es hoy jornada de melancólica pesadumbre: se recuerda el adiós definitivo, en 1892, de Juan Antonio Pérez Bonalde, el más importante poeta venezolano de su tiempo y solvente políglota. Repudió en versos a Guzmán Blanco y ello le condenó al destierro —¡Atrás, profanador! La frente impía/ ve en el lodo a ocultar de tu conciencia, / y no avergüences más la patria mía—. A su numen y pluma debemos una emocionante Vuelta a la patria —«Ya muerde el fondo de la mar hirviente/del ancla el férreo diente;/ya se acercan los botes desplegando/al aire puro y blando/la enseña tricolor del pueblo mío»—, y notables traducciones de El cuervo de Edgard Allan Poe —La ventana abrí y con rítmico aleteo y garbo extraño/entró un cuervo majestuoso de la sacra edad de antaño—, y del Intermezzo lírico de Heinrich Heine —Érase un caballero macilento, /Trémulo, triste, silencioso y lento, /Que vagaba al acaso, con inseguro paso—. Naturalmente, otros eventos se festejan o lamentan este domingo. Nos referiremos solo a uno más, porque gracias al mismo sabemos no dónde, mas sí cuándo nos ha tocado vivir.

Hace 433 años, al 4 de octubre de 1582 no sucedió el 5, sino el 15. 10 días se desvanecieron y no hay registro de ellos en la memoria histórica. El planeta siguió girando sobre sí mismo y en torno al Sol, pero nada aconteció en su superficie durante el fantasmal interregno: el papa Gregorio XIII, con ánimo de corregir desbarajustes del almanaque juliano, detectados por sabios salmantinos, borró de su agenda 10 días que no conmovieron al mundo, al comenzar a regir el calendario vigente, llamado gregoriano con justicia o con jactancia. El curioso paréntesis temporal viene a cuenta a propósito de la coexistencia, en nuestro país, de dos  realidades distintas y excluyentes: una, la bolivariana, donde, gracias a artes oscuras y ciencias inexactas, se produce un aplanamiento virtual de la curva de contagios y fallecidos a causa de la covid-19,  y el atrabiliario me da la gana del mandón de mentirijillas, cede terreno a una artificiosa normalidad a fin de, como bien puntualizó José Manuel Olivares, comisionado de la presidencia provisoria para Emergencia en Salud y Atención Sanitaria al Migrante, «llevar al país a una farsa electoral por encima de los cadáveres de médicos, enfermeras y cientos de venezolanos»; otra, donde el número de infectados triplica o cuadruplica las cifras del madurato, y la gente, malabares mediante,  sobrevive a duras penas sin dinero, sin agua, sin electricidad, sin gasolina y sin el más mínimo respecto a su dignidad ciudadana.

Esperábamos de Maduro una repuesta más o menos meditada y comedida a las acusaciones de autoría intelectual, complicidad y vista gorda en crímenes de lesa humanidad explícitamente formuladas en su contra, con nombre, apellido, pelos y señales particulares en el Informe de Determinación de los Hechos sobre Venezuela. Era pedir peras al (c)olmo. Su catártica reacción, similar a la de Jaimito u otro muchacho malcriado —¡qué le den por el saco a la bicicleta!—, puso una vez más en evidencia su irrefrenable tendencia a actuar cual el peor de los ciegos y de los sordos, negándose a ver u oír las ruinas y quejas derivadas de su empeño en gobernar sin saber cómo, disfrutando, ¡eso sí!, de las melosas prerrogativas del poder, y haciéndose el yo no fui. Despachó el despecho con la previsible y consabida falacia ad hominem, descalificando a los miembros de la misión encargada de sustanciar el expediente —¡fascistas!—, sin hacer la menor referencia a sus argumentos. Aderezó su reductio ad Hitlerium con un grito al cielo, ¡bodrio! De bodrio sabe el castrochavismo madurista; bodrio magno es la Constitución de 1999 y a su amparo hizo y deshizo a placer Hugo y continúa haciendo y deshaciendo Nicolás. Aquel, en la onda de José Tadeo Monagas, quiso un contrato social bueno hasta para violarlo. Bodrio será, a no dudarlo, la inaplicable ley antibloqueo, última cocacola normativa del desierto rojo, destinada a convertirse en letra muerta, hazmerreír o papel higiénico, tualé o culié. ¿Cómo beneficia esa ley a quienes devengan un salario de 90 centavos de dólar? Y no nos vengan con vainas: la hiperinflación y el envilecimiento del bolívar no son consecuencias de sanciones más bien tardías, sino de tempranas meteduras de pata y torceduras de rumbo no enderezadas a tiempo. Es demasiado tarde; pero no se vayan, esto se pone bueno: ¡al fin!, la nación deja de bostezar y se sacude los miedos a la plaga amarilla y al contubernio terrorista PSUV-FANB.

La colisión entre el insólito universo del Sr. Maduro y la terrena dimensión del ciudadano corriente, moliente y doliente es inevitable. Y, dónde menos se esperaba, saltó no la liebre temerosa de los rojos escuadrones de la muerte, tan peligrosos y letales como el SARS-CoV-2, sino una auténtica fiera hasta la coronilla de hibernar para engañar al estómago, exigiendo soluciones inmediatas a sus carencias. En apacibles y alguna vez bucólicos villorrios tierra adentro, la arrechera del (¿bravo?) pueblo dejó atrás abatimientos, resignaciones, escepticismos, hartazgos, depresiones, indiferencias y un largo etcétera de angustias y frustraciones, debidas a la siniestra concurrencia del coronavirus y la usurpación. El ¡ya basta! truena con la furia del cordonazo de San Francisco. Renace la confianza en la capacidad de agarrar el toro por los cachos y despertar de esta pesadilla. A nuestra manera. Sin injerencias de fuerzas invasoras (y, ¡ojo!, de ocupación). En este sentido, hago mía una frase de Diego Arria: «Si imitáramos a la gente de Santa María de Ipire, Chivacoa y Nirgua no habría necesidad de intervención externa. Admirables pueblos». La presión de estos memorables días debe incrementarse y no mediatizarse por la venta compulsiva de combustible —tanque lleno, corazón contento—, maniobra de distracción orientada a ganar tiempo y terreno con el inocultable designio de llegar al 6 de diciembre —mientras esto escribo, el zarcillo anuncia un nuevo plan (¿el postrero?) de suministro y distribución de gasolina iraní—.

El régimen se aferra a la tabla legitimadora de unos comicios de resultados precargados en las computadoras del CNE. Impidamos la realización de semejante farsa. Por todos los medios, menos participando en ella como exige el oportunismo de la mesita. El dubitativo Henrique Capriles (sí, no y va de retro Leopoldo) aceptó la posición de la Unión Europea (diversa a la de Josep Borrell) y decidió entrar por el aro de la abstención. Juan Guaidó persevera en su empeño unitario. La Asamblea Nacional aprobó y organiza una consulta popular en rechazo a las votaciones parlamentarias, y María Corina Machado explora vías conducentes a la concertación. Ojalá ilumine al trío discordante el espíritu de la concordia. Si nos mantenemos fieles al boicot electoral y no bajamos el volumen de las protestas, la gran pregunta no será hasta cuándo vamos a seguir calándonos a Maduro, Padrino, Cabello & Co., sino qué vamos a hacer con ellos. Soy partidario de la justicia, no de la ley del talión. El revanchismo nos colocaría a nivel de los hermanitos rodríguez —las mayúsculas no le van a su insatisfecha sed de venganza—; empero, los crímenes de lesa humanidad no prescriben. Estamos a dos meses del día D. El tiempo apremia y solo nos resta vivir los días por venir como si fuesen los últimos de la narcodictadura: en la calle. Con tapabocas, guantes y distanciamiento, pero en la calle. Y la patria, durante 21 años manoseada, degradada, carnetizada y ¡puteada! por el chavismo, nos será devuelta.


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