En virtud de la convergencia temporal de un artículo de Joaquín Villalobos publicado en El País, comentando el libro La invasión consentida (Diego G. Maldonado, 2019),  el cual «detalla con objetividad y abundante evidencia cómo ocurrió la ocupación cubana de Venezuela», y un editorial de El Nacional, recordándole a Héctor Navarro, exministro  de Educación de Hugo Chávez, que el prócer de la reindependencia  «fue el promotor inicial y fervoroso de la sumisión de Venezuela a la Cuba castrista», acaricié la idea de sumar mis divagaciones a esa concurrencia y hasta aventuré un título, La cubanización bolivariana, sin saber por dónde irían los tiros; no obstante, la agobiante cuarentena se impuso al castrismo y, finalmente, decidí  abordar de nuevo el tema  de nunca acabar, y referirme de paso, plagiándome a mí mismo, a algunos acontecimientos dignos de recuerdos, lamentos o festejos, a conmemorarse hoy, día de San Betario y Santa Centolla, y mañana, de San Asprenato y San Eufronio. Entremos, pues, en materia, ubicándonos en la Florencia del siglo XIV, «el siglo de la peste».

En 1348, año bisiesto, una terrible plaga procedente de Asia —de la Gran Bukaria, hoy Uzbekistán, precisan cronistas e historiadores— azotó con mortal impiedad a la capital toscana (y a toda Europa), causando la muerte a más de una tercera parte de sus habitantes. Giovanni Boccaccio, considerado, con Dante y Petrarca, uno de los padres de la literatura italiana, fue excepcional testigo de la devastación debida a la «peste negra» y, en el proemio del Decamerón —  exordio juzgado magistral por Mario Vargas Llosa en la presentación de Los cuentos de la peste, pieza teatral de su autoría basada en la obra del escritor florentino (Boccaccio en escena, mayo de 2014)—, describe con vívida prosa la pesadilla padecida en la cuna del Renacimiento: «…ya  habían los años de la fructífera Encarnación del Hijo de Dios llegado al número de mil trescientos cuarenta y ocho cuando a la egregia ciudad de Florencia, nobilísima entre todas las otras ciudades de Italia, llegó la mortífera peste que o por obra de los cuerpos superiores o por nuestras acciones inicuas fue enviada sobre los mortales por la justa ira de Dios».

Imagine el lector cuán atroces han debido ser los síntomas y  las agonías de una enfermedad mortal e infecciosa, recibida supersticiosamente  como castigo divino o maldición astral a toda una colectividad, sin hacer distinción de clases sociales —«¡Cuántos valerosos hombres, cuántas hermosas mujeres, cuántos jóvenes gallardos a quienes no otros que Galeno, Hipócrates o  Esculapio hubiesen juzgado sanísimos, desayunaron con sus parientes, compañeros y amigos, y llegada la tarde cenaron con sus antepasados en el otro mundo!»—, cuya propagación fue facilitada por las pésimas condiciones higiénicas, la mala alimentación y los elementales conocimientos médicos —no fue sino hasta mediados del siglo XIX cuando un obstetra  austriaco, pionero de la asepsia, Ignaz Semmelweis, recomendó al personal de un hospital lavarse las manos para prevenir contagios durante el tratamiento de una epidemia de fiebre puerperal—; imagine asimismo cómo sustraerse de un confinamiento  indeseado y quizá combata el tedio fabulando lances y correrías cual los protagonistas del Decamerón.

En el libro comentado, los efectos físicos, psicológicos y sociales de la peste bubónica constituyen el marco narrativo de 100 historias —concluida la primera jornada, no hay más alusiones a la plaga — «contadas por una honrada compañía de siete mujeres y tres jóvenes», fortuitamente reunidos en una villa situada en las afueras de la ciudad apestada, a lo largo de 10 días (de allí el nombre de la obra) y «en las cuales se verán casos de amores placenteros y ásperos, así como otros azarosos acontecimientos sucedidos en los modernos tiempos como en los antiguos,,,». Se trata de ficciones genialmente encadenadas, e imaginadas cuando aún no había certeza respecto a la redondez del planeta y nada se sabía de patógenos  invisibles y  microorganismos tal el bacilo Yesenia pestes; además, en aquel tiempo, la curiosidad científica corría el riesgo de confundirse con hechicería y el Santo Oficio no mascaba a la hora de achicharrar brujos, apóstatas y heresiarcas. De la propagación del mal se culpó entonces a pastores, buhoneros y gitanos. Dada sus errancias, nómadas y trashumantes eran sospechosos naturales. Ahora, en este país nuestro, feliz porque sonríe la lombriz y canta la perdiz, andariegos de regreso a casa, llamados despectivamente «trocheros», son los pagapeos predilectos del gobierno de facto. Y así, sin solución de continuidad, pusimos pies en la polvorosa tierra de gracia, avistada en 1498 por el ideológicamente apestado Cristóbal Colón un día 2, como hoy, pero martes. Y, coincidentemente, un 3 de agosto, cual mañana, pero miércoles, el navegante genovés partió del Puerto de Palos rumbo a lo desconocido y a toparse con territorios ignorados en la cartografía al uso. Pero mañana será otro día. Amanecerá y veremos.

Mañana levantaremos la copa de la nostalgia y celebraremos con el acerbo licor de la ausencia los primeros 77 años de existencia de El Nacional. Echaremos de menos la mancheta «Caminante no hay camino/ se hace camino al andar», el olor del papel impreso y los dedos manchándose de tinta al hojear la edición aniversaria, buscando artículos rubricados con distinguidas firmas y el cuento premiado, con la intención de censurar o halagar al jurado y al laureado. Sí: los caminos se hacen con andaduras tal versó Antonio Machado; mas, de ser necesario, también a saltos. El Nacional, desterrado en el ciberespacio, pasajero triunfo de la (in)justicia roja y la hegemonía comunicacional chavomadurista, es hoy, además de un aspecto virtual del periódico de ayer, un dinámico medio digital empeñado en explorar nuevos senderos comunicacionales, y superar las trabas de la dictadura —entre ellas el bloqueo de Conatel y los servicios de espionaje del eje Caracas-La Habana a su website, y la demandorragia del bellaco mazodando—, con el propósito de ofrecernos una ventana informativa deslastrada de dogmas. Brindemos por eso, ¡salud!

Despachado el sarao que no será, y a punto del adiós, comentemos el muy singular tributo del padrino al comandante cósmico, inmarcesible y eterno con motivo de los 66 años de su luz. Como se recordará cada vez menos, el redentor nació el 28 de julio de 1954, ¡el veintiocho, el veintiocho!, en la población de Sabaneta, estado Barinas. Para festejar la gloriosa natividad, el ministro de defensa — ¿defensa de qué?, ¿del poder detrás del trono?, ¿del Arco Minero y otras fuentes de enriquecimiento facilón compartidas con narcos, elenos y faracos, concedidas graciosamente por el zarcillo a cambio de irrestricto apoyo y lealtad absoluta?— ordenó expulsar de la fuerza armada nacional bolivariana, sin juicio previo, a 1 coronel, 3 tenientes coroneles, 6 mayores, 27 capitanes, 142 primeros tenientes y 123 tenientes. 302 oficiales sin cambur como resultado de una purga ejemplarizante y sin precedente, muy al estilo estalinista. Con ella se busca enculillar y silenciar a la oficialidad crítica o inconforme con el deprimente rol pretoriano de la alguna vez respetada institución castrense ¡Mírate en ese espejo!, tal es el mensaje cumpleañero del cuatrisoleado regente militar de la república bolivariana de Venezuela. Y este no es un cuento de tiempos pandémicos a ser relatado en un picnic bajo el reino de Pampinea; no, es una patente y hasta dolorosa realidad. Retornemos, en procura de contrastes y afinidades con el remoto pasado, a la primera jornada del Decamerón.  Allí leemos: «En tan gran aflicción y miseria de nuestra ciudad, estaba la reverenda autoridad de las leyes, de las divinas como de las humanas, toda caída y desecha por sus ministros y ejecutores…». En nuestro caso, salvo la destemplanza de un jesuita come candela, la Iglesia se mantiene en el lado correcto de la historia, y, aunque Padrino, Maduro & Co. encontraron en la peste china un salvavidas provisional, carecen de la credibilidad, la rectitud y la autoridad indispensable para sobreponerse a su derrumbe moral.

En la citada presentación de Los cuentos de la peste, el Nobel hispano peruano y autor de La casa verde asevera que la experiencia vivida por Boccaccio hizo de él (de Giovanni, no de Mario) otro hombre y lo humanizó, acercándolo a la vida de las gentes comunes. En este sentido es pertinente preguntarse si, una vez neutralizada la covid 19, será Venezuela un país mejor. No podemos saberlo porque dependerá de quienes conduzcan los destinos de la nación. Y si chavistas y maduristas de bolivariana impostura continúan al mando, la respuesta es un rotundo ¡NO!


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