Se dice que siempre estamos escribiendo el mismo texto. Si este aserto es verdadero, dicho texto es eso que Marc Augé llamaba un lugar antropológico porque es un espacio relacional y de identidad. Si tal afirmación es falsa, no queda más remedio que asumir nuestros textos como no-lugares, esto es, como espacios de tránsito que no nos definen ontológicamente. Después de treinta y seis años escribiendo, creo que puedo finalmente aventurar alguna elucubración al respecto.

En mi biblioteca guardo dos cuadernos fechados entre 1985 y 1987 (garabateados entre mis diecinueve y veintiún años). Allí están mis primeros escritos. Tienen para mí el valor de un acta de nacimiento como autor. Los he guardado celosamente porque cada tanto regreso a ellos con el solo fin de visitar a un familiar con quien guardo ineludibles nexos vitales, pero del que discrepo cada vez más y, sin embargo, algo de lo que era se ha mantenido en el tiempo.

Noto, por ejemplo, que algunas inquietudes existenciales se han sostenido, pero con los años se han cargado de otras resonancias y orientaciones. Algunos temas siguen siendo liminares y hasta alguna costumbre verbal —como si se tratara de un gesto o tic propio de mi discurso— sigue intacta. Si tomo esos dos cuadernos y los proyecto sobre el resto de mi obra, creo que podría concitar una línea de tiempo en la que el mismo texto se ha ido reescribiendo. Así pues, es factible considerar mi escritura como un lugar antropológico que define mi identidad y el modo como me relaciono con los demás.

Visto así, ¿qué significa que esta suerte de texto panóptico me defina? Entiendo por texto panóptico aquel que nos mira y mira el mundo desde una perspectiva distinta cada vez. Este texto que reescribo y me reescribe —siendo una narrativa que me recoloca con cada nuevo discurso, también es una permanente renovación de mi perspectiva existencial— constituye, por tanto, una mira que ajusto continuamente para explorar mi reflejo en el mundo, con lo cual también termino siendo observado por mi propio texto.

Cuando escribo atisbo el mundo, ciertamente, pero solo aquel en el que me reflejo al asumirlo bajo la forma de una intuición sensitiva, primero, intelectual, después, y finalmente estética, así que el cosmos que mi discurso observa es una abstracción, una entidad subjetiva que habita en mi interioridad. Por ello, precisamente, el texto panóptico, mirándome desde una perspectiva distinta cada vez, me revela un modo de ser renovado que me redefine. Eso es lo que me subyace cuando suelo afirmar que no salimos incólumes del acto de escritura.

Por ello disiento de Marguerite Yourcenar cuando aseguraba que escribir no nos salvaba de nada. Cambiar, redefinir los contornos del ser, es un modo ineludible de salvarnos si escribimos. Cuando trazo sobre el papel un verso, un aforismo o una oración, ya soy otro distinto del que era antes de ello y, por tanto, esa nueva dimensión del ser es en sí un modo de salvarme de la parálisis ontológica.

Ahora bien, en la medida en que mi texto va reescribiéndome, no es posible verme desde él sin vernos, esto es, sin tener como contexto a los otros. Esto supone arrojar sobre la noción de comunidad de textos una mirada más antropológica que solo lingüística. En este sentido, entiendo como comunidad textual no solo aquel conjunto de textos con determinadas características de discurso comunes, sino aquella que entraña la posibilidad de que otros textos también me reescriban, y que lo hagan incluso desde mi propio discurso, esto es, en clara intertextualidad.

Así, por ejemplo, descubro en mi escritura fragmentos de otros autores que con el tiempo se han vestido con mi propio ropaje existencial, y que desde ese, mi discurso reflexivo —reflectante, valdría decir— me resignifican. Por consiguiente, el texto panóptico termina siendo una mirada plural, un mirar de todos desde mí hacia mi reflejo en el mundo, un reflejo que es actuar poético (poiesis) en la realidad —y en esto estoy tratando de conciliar a Novalis con María Zambrano—.

Por último, queda la cuestión siempre álgida de la imposibilidad textual. Algunas dimensiones de este texto panóptico, que siempre estoy escribiendo y que siempre está recodificándome, son como el punto ciego de la retina textual. Yo puedo reconocer en mi discurso cierta orfandad, cierto hiato ontológico. Este lugar antropológico que es mi palabra también es parcial negación de mí, como si una parte de todo cuanto soy en las palabras se constituyera en mi propia reducción al absurdo para, desde allí, resignificarme en otro código lógico, en otra mirada de mí.

Volviendo a aquellas dos libretas, concebidas por alguna ya lejana versión de mí, el texto que siempre estoy escribiendo sigue teniendo la misma inquietud de entonces: una búsqueda de la belleza como vórtice de trascendencia. Así pues que lo que hoy constituye la esencia del edificio teórico de mi idealismo simbólico ya estaba en ciernes hace casi cuatro décadas en ese par de cuadernos. Podría decirse, en algún sentido metafórico, que el ojo que mira desde mi texto panóptico es la belleza, una que concita logos y pathos (razón y emoción), una que se resiste, como diría Novalis, al «árido número y la exacta medida», a la razón ilustrada y cientificista.

@Jerónimo_Alayon


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